El hijo del príncipe africano

Antonio Prada Fortoul


Cuentan que el gobernador de Cartagena de Indias, don Jerónimo de Suazo y Casasola, compró un lote de esclavizados entre los que se destacaba un príncipe guineano llamado Benkos Biohó.

Cuando llevaron los africanos a la plantación, la hija del gobernador quedó cautivada por la fuerza y distinguido porte del guerrero bissago.

La mujer se percató que el guineano se bañaba todas las noches en el arroyo para armonizarse con Ochun, Yemayá y Oyá sus Orishas protectores y los ele-mentales del agua llamados nereidas y ondinas por los africanos. La española decidió abordarlo en ese sitio y la noche escogida para buscarlo, dio a su consorte una pócima para dormirlo; cuando cayó rendido, fue al arroyo en pos del príncipe.

Este accedió a “entrar” en la dama a sabiendas que si rehusaba, esta diría que el africano quería violarla y hacerlo acreedor a los crueles castigos que daban a los esclavizados en esas plantaciones.

Respondiendo por obligación y no por amor, el guerrero poseyó a la española esa noche y durante varios meses. La esposa del español dejó de visitar al africano cuando la preñez hizo prominente su vientre. Los mayorales estaban ale-gres por el parto de la dama a la que los esclavizados paseaban en palanquín. El ibérico esposo encargaba a capitanes de bergantines y goletas, dátiles, jamones, turrones, colas de cerdo y arenques de Vigo en barriles para los antojos de la preñez de la dama española.

Cuando empezó el trabajo de parto, buscaron al médico que estaba cerca de la plantación. Este pidió al esposo que esperara en la planta baja mientras atendía el desembarazo con dos matronas.

En las primeras horas de la madrugada parió doña Isabel. El galeno ordenó asear al niño y acunarlo en el regazo sudoroso aun, de la somnolienta primeriza. Pusieron al recién nacido en el seno de su madre para recibir calor y alimento mientras el médico ratificaba la orden que nadie subiera hasta que el decidiera.

Cuando todo estuvo listo, se acercó al padre en la planta baja y al ser inquirido por este acerca del sexo de su primer hijo este contestó: “Es un robusto varón”.

El feliz padre subía raudo al segundo piso para cargar y acunar a su primogénito.

El médico se embarcó en su calesín, azuzó las monturas y como una exhala-ción salió a galope tendido por los polvo-rosos caminos que conducían a Carta-gena de Indias, para alejarse de la plantación donde había nacido el hijo de la española.

El ansioso padre entró a la alcoba don-de su esposa cansada por el desemba-razo, dormía con el bebé en su regazo de madre primípara, era una escena maternal y conmovedora. Recibió el niño de la matrona gritando impaciente: ¡Qui-tadle todo trapío! ¡Quiero verlo como vino al mundo, ver el lunar en su mejilla izquierda!

Las mujeres desarroparon al infante quién con una sonrisa cautivadora, ino-cente y tierna, observaba al gigantón que lo cargaba en esos momentos.

Era un niño de color nubio como la noche profunda, de una africanía inne-gable. El ofendido español lanzó un grito indignado, las matronas presurosas le quitaron al bebé evitando que este caye-ra al piso. ¡Maldición!! Gritaba el ofen-dido plantador. ¡Al diablo con África, me importa un rábano el rey del Congo y de Guinea! Gritaba mientras se dirigía a la sala principal donde colgaba un mosque-te.

En la plantación sabían lo que estaba ocurriendo; los capataces esperaban con sus látigos al cinto, la orden para en-trar en acción.

El guineano príncipe y varios guerre-ros, tranquilizaban a sus compañeros de infortunio, el bissago se deslizó furtiva-mente al barracón mientras el español al salir de la casa gritaba indignado: ¡Reu-nid a estos salvajes que voy a matarlos!

Los mayorales sacaron a los africanos de los oscuros barracones para llevarlos ante el ofendido español que estaba de-cidido a asesinarlos.

Al levantar el mosquete con intención de matar a los esclavizados, una saeta de guayacán surca vengadora los aires, clavándose en el pechó del ofendido ibé-rico. Cayó para siempre en esa tierra que conquistaron a sangre y fuego asesinan-do a ancianos, mujeres y niños nativos, de manera infame y sin remordimientos.

Apreció el agonizante asesino penin-sular en la lanza africana que le quitaba la vida, varias ranuras en el mango que tenían como objetivo evitar que se desli-zara de las manos guerreras, el español, pasó su mano agonizante por el tramado de la agarradera de la azagaya justiciera y sin tener tiempo de preguntarse qué había sucedido, una negrura como ja-más en su vida había visto, lo fue envol-viendo mientras sus ojos, ya sin ver, esta-ban fijos en el profundamente azul cielo Caribe.

En el dintel del barracón se erguía el príncipe bissago que parecía un divinidad, ni Zeus, Ares, Tor, Odín o Júpiter podían comparársele, su imagen de Orisha gue-rrero como Elegguá, Ochosi, Oggún, Osaín o Changó, tenía como fondo los soles de esa campiña Caribe de colores que iban desde el rosado sonriente, hasta el esplendoroso plateado de las mañanas cartageneras.

Cuando los mayorales se acercaron pa-ra atacarlo, uno a uno cayeron atrave-sados por las lanzas vengadoras arrojadas por los brazos invictos del magnífico prín-cipe bissago que cobraba venganza por el asesinato de tantos hombres en esas plantaciones de muerte donde se había matado tanto africano esclavizado.

El último mayoral creyendo poder esca-par del brazo vengador del príncipe bissa-go, corrió a refugiarse en la casa huyendo de la furia justiciera del africano que se erguía como un Dios. Cuando creía estar a salvo, el silbido mortal de Ikú, anunciaba la lanza vengadora que se incrustó con fuerza en la espalda española, atravesán-dolo de lado a lado.

El peninsular oriundo de los fértiles viña-les catalanes, cayó en el florido jardín de la entrada de la casona que aromaba el en-torno con su delicado olor floral. Todavía le quedaba un hálito de vida al español, que le alcanzó para percibir el tierno aroma de las begonias y arrepentirse de tantas muertes y daño ocasionado a esos hom-bres a quienes afligía reiteradamente maltratándolos sádicamente.

El inmenso guerrero a quién una coloración dorada envolvía su entorno áurico, reunió a los esclavizados y los invitó a luchar contra el español que los oprimía. Les narró las historias de los africanos de los primeros tiempos que siempre lucharon contra el europeo con denuedo y valor diciendo que prefería morir peleando, a ser esclavizado por los españoles y los dejó escoger la opción que decidieran. Todos lo acompañaron en esta decisión que iba a marcar un hito en la historia de las luchas reivindicativas de los africanos en América.

Las mujeres entraron a la casona y recogieron de los brazos de la parturienta al recién nacido infante para embarcarlo en los carretones que cargaban armas, provisiones alimentos y menajes de toda espe-cie.

Los africanos iban a fundar un poblado para vivir en el, iban a luchar contra los españoles hasta la muerte. Caminaban sonrientes, erguidos y se sentían libres.

Ese día, se inició el más importante movimiento emancipador, reivindicativo y libertario del continente americano.

¡Benkos Biohó el rey de los cimarrones, había iniciado la lucha!

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