Anécdotas de mi tierra

Yuri Mirko Ríos Madariaga


El Fuerte de Samaipata, es por excelencia un centro arqueológico y turístico de los valles orientales, fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1998, por la UNESCO. Es una enorme piedra roja labrada a 1.949 metros de altura. Tiene 1,3 hectáreas de superficie.
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El manto negro de la noche nos envolvía en plena subida a los valles mesotérmicos. Poco antes había llovido, las nubes empezaban a disiparse y el telón para distinguir las estrellas del firmamento se levantaba. Algunos pueblitos perdidos en el mapa con solo algunas ca-sitas dispersas en la oscuridad, lucían en sus patios o a la vera del camino una especie de “foquitos” amarillos, examinándolos más de cerca no eran otra cosa que velitas con flores colocadas por la festividad de Todos Santos.

Sin darme cuenta y como a las dos horas de viaje, la piedra labrada más grande del mundo que aún desconcierta al mundo arqueológico y no arqueológico, pasó de largo, y me refiero específicamente al colo-sal e inigualable ¡Fuerte de Samaipata! un legado de la cultura precolombina Chané. En él fueron esculpidas figuras zoomorfas (pumas, jaguares y serpientes), también canales, hornacinas, pozos y asientos; posteriormente incas y españoles le pusieron su “marca registra-da” que perdura hasta el presente. Este lugar tiene un toque de misticismo, pues en él confluyen -según se cree- fuerzas cósmicas que se proyectan a los confines del planeta y favorecen el ascenso espiritual del ser humano ¿éste será el por qué muchos extranjeros han escogido vivir en sus alrededores?

“Ya no me acuerdo el año, pero fue hace mucho, si querías ir a Aiquile tenías que pasar primero por Comarapa y luego por Totora dando una vuelta, ahora como ves ya no es así, se va directito por Saipina”, es-cuchaba con atención la breve lección combinada de historia y geografía que un amable “dulcerito” de Mairana me proporcionaba. Mientras la mayo-ría de los pasajeros cenaba yo me dedicaba a charlar con este señor que vendía cerca de la pensión. Si bien aparentaba ser más joven, ya los años ha-bían hecho en su rostro profundos surcos que la tenue luz de la calle trataba de ocultar. A grandes rasgos parecía un “tipo” sencillo, honesto y trabajador, en fin, las tres cualidades que alguien en su sano juicio envidiaría, pero en estos tiempos….eso casi ya no cuen-ta para nada. ¡Ah…! Mairana es una población grande “no-más”, no muy lejos de Samai-pata.

Una corriente de aire que he-laba hasta el alma circulaba en el ambiente, entraba por una ventanilla semiabierta de ade-lante, más de uno intentó cerrarla con rotundos fracasos –sin duda– era el anuncio de que nos esperaría una noche fría que ahuyentaría el sueño especialmente a los de atrás, incluyéndome. En uno de esos instantes (como a las dos de la madruga-da) una voz femenina irrumpió en medio de la oscuridad y del silencio, era la cholita simpaticona del asiento anterior que habla-ba en tono burlón por celular: “hola Juanita como estás, espero que me lo digas al Roberto lo que ya sabes y luego me invites unas chelitas (cervecitas) cuando pase-mos por Aiquile”, quizás aludiendo al Fes-tival Internacional del Charango (trigésima segunda versión) que había terminado hace pocas horitas en dicha población.

Como viajero empedernido que soy, re-comiendo viajar a la tierra del charango y del uchuku en un medio de transporte poco usual y en vías de extinción: el bus carril, por supuesto que se tarda muchísimo más (alrededor de ocho horas), pero en recom-pensa el amante de la naturaleza podrá disfrutar de paisajes maravillosos a más de atravesar cerca de una veintena de túneles de toda longitud. El bus carril sale de la Estación Ferroviaria de Cochabamba (en la Tarata) tres veces a la semana y a las ocho en punto de la mañana.

“Solo he venido para visitar a mi única hermana que vive en Potosí, no la he visto en años, ella es enfermera del hospital Bracamonte y tiene dos hijos”, así, sin pe-los en la lengua el pasajero de al lado me contaba parte de su vida mientras un nue-vo amanecer empezaba a brotar por el ho-rizonte. “Como verás, trabajo y resido más de diez años en Palma de Mallorca y como has debido notar nunca se me ha pegado el acento español”, y era verdad, no tenía una pizca de otro acento que no sea el del occidental (con esas “eses” bien pronun-ciadas al final). Algunos van a Buenos Aires por unos días y vuelven con el sha, she, shi, sho, shu, denotando su exagera-da falta de autoestima y sobre todo de personalidad, digo yo. Por curiosidad y para hacer más amena la conversación le pregunté si en la norteña y floreciente Eu-ropa utilizaban minibuses para transpor-tarse, sonrió y me respondió con un “como pues”, “porque aquí como pocos lugares en el mundo pululan esa clase de máqui-nas torturadoras de cuatro ruedas”, le dije.

 
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