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¿Somos un país de salvajes?

Aunque las cifras sobre el feminicidio no se han incrementado respecto al año pasado, desde el 01/01/20 hasta el 05/05/20 se contabiliza 41 casos, mientras que en la presente gestión hasta el 06/05/21 se han dado oficialmente 40 muertes de mujeres.
Según el informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe y el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe de febrero de 2020, es en Bolivia (2,3) donde se registra –cada 72 horas muere una mujer– más asesinatos en Sudamérica, seguido por Paraguay (1,6), Ecuador y Uruguay (1,3), respectivamente; en el otro extremo están Colombia (0,5) y Chile (0,5). Con esta cantidad de muertes se supera a países con mucha violencia y criminalidad, como Brasil (donde el margen es de 1,1).
El problema del feminicidio es multidimensional y multicausal, los medios de comunicación tradicionales y alternativos se han encargado de visibilizar este “hecho social”, como diría Émile Durkheim y han puesto en el debate o en la agenda cotidiana. En ese sentido, corresponde en primera instancia a las autoridades gubernamentales y a los operadores de justicia tomar las cartas en el asunto, se requiere con urgencia la implementación de verdaderas políticas públicas, de acciones concretas; lo hecho hasta ahora es insuficiente y los resultados saltan a la vista, simplemente son paupérrimos.
Muchas de las acciones se reducen a efectuar capacitaciones, paradójicamente varios de los que han sido capacitados especialmente en el sector público, son cambiados o retirados de sus fuentes de trabajo, ni qué decir de las personas particulares que tampoco inciden o gravitan en sus entornos.
Empero, una gran mayoría coincide en señalar que se debe trabajar en cambiar la educación, que la solución del problema no es la represión o que la prevención desde los ámbitos educativos y los entornos familiares es lo más importante, no obstante la misma se ha convertido “en un lugar común”, en algo trillado, es decir, se repite constantemente el mismo discurso, que ha habido cambios, pero que nada pasa, como en el Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa “cambiar todo para no cambiar nada”. Entonces, hay algo que no cuadra y tal vez la tarea no se la está haciendo bien.
Promulgar más leyes tampoco sirve, se debe aplicar de forma correcta las que se tiene, las condenas, por ejemplo, contra los agresores no llega ni al 15%. La justicia retributiva se ha vuelto obsoleta, ha sido útil en su momento, los cambios en la sociedad son vertiginosos y el derecho debe ir a la par, es un imperativo recurrir a una justicia restaurativa o también llamada reparadora y compasiva. Sin embargo, mientras se tenga profesionales “tradicionales” (fiscales, jueces, abogados, pedagogos, psicólogos, trabajadores sociales y todos los que atiendan temas de violencia contra las mujeres) no se podrá salir del problema, el derecho penal debe ser de última ratio en temas familiares.
La Constitución Política del Estado y el bloque de constitucionalidad en materia de derechos humanos es “garantista” y protectiva, se cuenta con un amplio catálogo de derechos a favor de las mujeres, lo que no se refleja en la práctica, existe una especie de divorcio entre la normativa vigente y lo que sucede en el día a día.
Bolivia firmó varios tratados y convenios internacionales, esto significa que lo estipulado debe ser fielmente cumplido de acuerdo con lo pactado (Pacta sunt servanda), se comprometió a erradicar o eliminar la violencia contra las mujeres y también a modificar los patrones socioculturales que ahondan la “brutalidad”, ¿o será que somos un país de salvajes?… Cuando dicen que el problema es estructural y que nada se puede hacer, ¿será tanto así?
Pretender cambiar los patrones socioculturales a través de las leyes es un craso error, el problema del feminicidio se debe combatir a partir de un estudio completo, integral y multidisciplinario; cualitativo y cuantitativo. Con dicho estudio se podría tener mejores y mayores herramientas, a fin de plantear soluciones reales, en el que todas las instituciones trabajen de forma coordinada, que no existan “compartimentos estancos”, como sucede actualmente.
Mientras tanto, urge realizar acciones inmediatas, entre otras que los médicos, o el personal paramédico, debieran dar el primer toque de alerta frente a cualquier intervención que efectúan. No siempre piden los datos completos o no registran todos los hechos. Los centros de acogida deben recibir a las personas víctimas de violencia sin mayores dilaciones, quienes deben sentirse tranquilas y protegidas por el Estado, que los padres de familia se involucren mucho más en la formación de sus hijos, por ejemplo son muy pocos los varones que van a recoger a sus hijos o que participan de las actividades del centro educativo. Aparentemente, es lo que menos les importa, ¿por qué solo las mamás realizan esa labor?, ¿será que los padres están trabajando arduamente y/o tienen que hacer otras cosas más importantes?
Es hora de cambiar estas prácticas, dejar de lado los atavismos, al final no contribuyen a revertir esta compleja y delicada situación de los feminicidios. Parafraseando a Mario Vargas Llosa en su novela “El Hablador” ¿y acaso los picaflores pueden matar a una mujer…o acaso cualquier individuo puede matar a otr@?, la respuesta es un NO rotundo.

El autor es Politólogo – Abogado, Docente Universitario (Trabajo Social – UPEA).
rolincoteja@gmail.com

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