jueves, noviembre 28, 2024
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Necesarias autocríticas y críticas sobre derrocamiento de Evo

La sociedad boliviana siempre resolvió sus grandes problemas históricos mediante el procedimiento de la insurrección. Tiene, al respecto, amplia cultura política que, sin embargo, puede ser calificada como empírica. Obviamente, los partidos políticos, en especial los de actualidad, se encuentran lejos de comprender ese fenómeno, como quedó demostrado en dos oportunidades recientes: el derrocamiento de los gobiernos de Gonzalo Sánchez de Lozada el año 2004 y de Evo Morales el 2019.
La insurrección que expulsó del gobierno a Evo Morales todavía no ha merecido el estudio de historiadores y politólogos que en gran número aparecieron en estos tiempos, suceso que bien requiere estudios de fondo, como lecciones imprescindibles que sirvan para el futuro y no se repitan errores gigantescos.
En efecto, observando el movimiento insurreccional de noviembre de 2019, se ve que inicialmente tuvo todas las características de siempre, pero que, en este caso, terminó en fracaso, pues, no consiguió nada de lo que se propone una insurrección. Se derrumbó en media marcha y, es más, reculó a punto cero, quizá con el fin de reiniciarse con posterioridad, ya que sus objetivos no se cumplieron en forma alguna, siguen latentes
En primer lugar, esa insurrección fue espontánea. La espontaneidad fue su error capital. Fue un hecho casi inconsciente. Careció de conducción partidaria y de dirigentes políticos, así como el señalamiento de los objetivos históricos que debía alcanzar. Su obligación era convocar a Asamblea Constituyente para dictar nueva Constitución que establezca un régimen democrático y elija nuevos gobernantes. No lo hizo.
Ese aborto de gobierno tenía, a lo más, la idea de que la rebelión terminaba con el derrocamiento de Evo Morales (o como el de Goni) y que todo estaba arreglado, grave error, porque las leyes de la insurrección señalan que un hecho de esa naturaleza no se limita a cambiar gobernantes, sino a cambiar el régimen. Por tanto, solo se produjo un cambio superficial y se dejó intacto el fondo de la cuestión. Nada pasó. Peor aún, solo resultó el parto de los montes que solamente parió un ratón y el país cayó de la sartén a las brasas, para llorar lágrimas de sangre, no se sabe hasta cuándo.
El movimiento insurreccional se anunciaba a diario en todas las formas, pero los dirigentes políticos no estaban a la altura de la realidad, la misma que no tenía expresión política y, por tanto, conducía a perderse en la marcha de los acontecimientos.
Ese fenómeno insurreccional careció de dirección y, si bien tuvo apariencia triunfante, no sabía a dónde iba, ya que los “líderes” opositores, a lo más, no veían más allá de sus narices y, si llegaban al gobierno, pensaban continuar administrando el régimen heredado, como adelantaron sus programas de gobierno presentados al Tribunal Electoral, empezando por Carlos Mesa y terminando en Samuel Doria Medina.
De todas maneras, la insurrección triunfó inicialmente, pero no tomó el poder. Quedó paralizada. Se quemó en la puerta del horno, lo que produjo vacío de poder, pues dos días antes Evo Morales renunció al mando y estaba a más de 7 mil kilómetros de distancia.
Entonces, quienes nada hicieron para entender la insurrección y eran ajenos a la realidad, corrieron a la Plaza Murillo, maniobraron según sus ilusiones y como no representaban a nada ni a nadie, dieron el golpe de Estado a la insurrección y se declararon Gobierno, igual que ocurrió con Mesa ante la fuga de Goni, quien, corrido por algunas salvas de cohetes, permitió que Mesa tome el poder y desconozca la insurrección, lo cual condujo a ese gobierno al fracaso absoluto, pues, pese a ser producto de la insurrección popular, ignoró y traicionó a ese movimiento.
Haciendo abstracción de aspectos secundarios, el fracaso de las insurrecciones contra Goni o contra Evo, no tuvieron la mínima seriedad por carencia de cabeza. Fueron una vergüenza histórica si se las compara con las insurrecciones del 16 de julio de 1809, el 15 de enero de 1871 contra Melgarejo, el 12 de diciembre de 1898 contra la oligarquía de la plata o de abril de 1952 contra la plutocracia del estaño, cuyos actores consideraban que la insurrección es un arte.
Esos grandes movimientos sociales fueron objeto de sendos estudios, pero los dos últimos, que fueron una tragicomedia escandalosa por deserción de sus dirigentes, no tienen la mínima explicación, lo que confirma cómo la gran insurgencia de noviembre fue vilmente traicionada y que sus gerentes, hoy inocentes, merecen el juicio implacable de la historia y no solo la señora Jeanine Áñez que, aunque no autora, pero sí responsable, sirva de cabeza de turco de quienes la utilizaron y ahora abandonaron y ella sola cargue sobre sus espaldas los padecimientos a que está condenado el pueblo boliviano. El suceso necesita, por tanto, merecida crítica e interpretación.

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