El día 2 de agosto de l953 se aprobó el decreto de Reforma Agraria, medida de gran trascendencia, según expresó el entonces presidente de la República, Dr. Víctor Paz Estenssoro, que “transformaría totalmente la vida social, política y económica del país”. Disposición que, años después, ya con el Poder Legislativo en funciones democráticas, se refrendó con la Ley de Reforma Agraria (no “revolución agraria” como se afirma actualmente). La medida conllevó la esperanza y seguridad, finalmente, de grandes cambios en la vida de indígenas originarios, campesinos, colonizadores y población dedicada a la agricultura.
La reforma agraria ha significado para todo el país la seguridad de que todo el conjunto social de agricultores, sin distinción alguna, sería incorporado a la vida nacional, integrado con la demás población y, sobre todo, beneficiado grandemente con programas especiales de atención a la salud, la formación educativa y goce de todos los derechos, especialmente con la adjudicación de tierras para que todos los hombres del campo “gocen de independencia y tengan a su favor todo lo que permita la explotación del campo”. Pero la realidad contradijo las intenciones y nada o muy poco de los buenos planes se cumplió.
La distribución de tierras consistió simplemente en dividir los latifundios y las grandes extensiones de tierras y distribuir al campesinado que, azorado y extrañado, se encontró con pequeñas parcelas que no era posible utilizar con siembra alguna y menos que sirvan, en su momento, para distribuir entre sus hijos porque resultaba que cada uno recibiría porciones de metros cuadrados. Esta realidad dio lugar al éxodo hacia contornos de las grandes ciudades y a una búsqueda de trabajo, porque lo poco que lograban con la forma de trabajar a medias con los propietarios originales había sido cancelada y los latifundios se convirtieron en pequeños minifundios. Tampoco se cumplió algo en los campos de la salud y la educación; se concretaron solamente algunos caminos vecinales y otros trabajos menores. Desde el mismo 2 de agosto de l953, 1er. aniversario de la Reforma Agraria, cada uno de los presidentes de la República entregó títulos agrarios de propiedad –labor que aún se cumple en estos días– que no sirven al jefe de familia campesina para dejarlas como herencia a sus hijos o tampoco para que sea instrumento de garantía para conseguir préstamos bancarios; en otras palabras, el “título” no es más que la presencia de un papel firmado por el Presidente que “lo hace propietario al campesino”. Se prometió también la entrega de herramientas, maquinaria y tractores a cada comunidad, pero nada se hizo y todo quedó en el “papel de promesas”.
La Reforma Agraria pudo ser un avance positivo en todo sentido y, de llevarse a cabo conforme se concibió originalmente, este es el tiempo en que todo el campo agrícola presentaría un panorama de adelanto y progreso con campesinos y agricultores con independencia económico-financiera y adelantos de toda naturaleza. Esta realidad determinó que ninguno de los campesinos que haya abandonado sus tierras acepte volver a sus “propiedades” porque no encontrará tierras para cultivar y hacer que el agro sea productivo. La misma Ley de Reforma Agraria conformó el Consejo de Reforma Agraria que, años después, se convirtió en Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), como si los cambios de nombre implicarían desarrollo y progreso; en síntesis, burocracias que de nada sirvieron y dejaron inútil y hasta obsoleta a una Ley de Reforma que pudo cambiar totalmente la vida en las áreas rurales.
Nuevo aniversario de la reforma agraria
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