domingo, diciembre 22, 2024
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Hablemos de vexilología

Pocos saben, pero como parte de la historia, la necesidad de cada vez más precisiones en el estudio de las cosas, ha implantado la vexilología, que la gente de a pie no tiene obligación de conocer, pero como alguna vez sostuve en esta misma columna, el legislador debe ser intelectualmente superior al hombre de la calle, porque al fin de cuentas, éste solo obedece lo que aquél ha normado a través de una ley que es instrumento regulatorio del funcionamiento de una sociedad.
Dicen los códigos que es malo generalizar, pero voy a romper esa regla porque la composición de nuestro Parlamento anula toda posibilidad de acercarse siquiera a los hombres doctos que más allá de sus convicciones, eran auténticos depósitos de ilustración, cuando no, de egregios pensadores y estudiosos de las corrientes doctrinales y filosóficas de la política. Amparados en una mayoría, de nuestra Casa de la democracia, casi siempre salen solo majaderías.
La falta de iniciativa y cultura motivó que hace muy poquito, una diputada del oficialismo nos salga con una nueva sandez expresada en un proyecto de ley que eleve a rango de banderas nacionales a la wiphala y a la flor del patujú.
La vexilología enseña que una bandera nacional debe diseñarse en torno a una inconfundible distinción como característica inmanente, de manera que el país a que el símbolo pertenece, sea identificado por el espectador que la contempla, realizando el menor ejercicio mental y especulativo posibles, para identificarla automáticamente entre sus recuerdos, por lo que el diseño de sus figuras, debe ser diáfano, sencillo y distinto según los principios básicos que la estudia.
La vexilología es una ciencia y no de segunda fila, equivalente a un lenguaje con un tipo de comunicación con sus propias leyes. Por tanto, se crea un nexo entre una bandera de determinados colores y signos estables y un Estado, constituyendo la única garantía de una identificación infalible, y en ese sentido, todas las banderas deben tener una esencia cultural que la haga venerable por el conjunto de quienes por ella están representados.
Y eso es precisamente lo que ocurre con la bandera nacional; de la que casi es inútil repetir que el rojo representa la sangre derramada por bolivianos, principalmente indígenas en las pugnas armadas que Bolivia confrontó. El amarillo es la riqueza mineral, pensado inequívocamente en Potosí y Oruro; y el verde, cuyo paisaje predominante es de las tierras bajas, que ocupa casi el 60% del territorio nacional, incluido el departamento de La Paz que contrariamente a su incorrecto estereotipo, es mayoritariamente tropical-amazónico. ¿Qué región o cultura, consiguientemente, no está representada en esa gloriosa enseña?
Implantar el patujú y la wiphala mediante ley, como banderas nacionales, no solo sería inconstitucional, significaría ir en contramarcha de lo que la ciencia enseña, pero, viendo que, de los parlamentarios proyectistas de la ley, pedir que conozcan ciencia es como pedir peras al olmo, lo que se lesiona incurablemente, es el sentido común. Imaginémonos en todos los foros internacionales, eventos deportivos, académicos o feriales, reclamar mástiles para tres banderas. Faltaría espalda a los contados deportistas que hagan podio en una justa internacional para lucir tres enseñas patrias y pondrían en serios apuros a los profesionales del protocolo allá donde Bolivia esté representada.
Y como los símbolos son más universales que las palabras y que las imágenes, las banderas emanan más que de un instrumento legal, de un reconocimiento social. Por tanto, en el occidente de Bolivia nadie reconocería el valor sentimental que para los del oriente representaría, hipotéticamente, un patujú en un fondo blanco. Lo mismo ocurriría con la controversial wiphala en el noreste de la geografía. No olvidemos que las banderas nacionales son un hecho psicológico, vinculadas a una carga simbólica inmaterial, respecto de la que la vexilología ni siquiera contempla la posibilidad de que un país pueda tener tres banderas. La razón es simple, el patujú sólo representaría al oriente y en su equivalente multicolor, solo se verían representados los andino-centrales. Eso sería simplemente ahondar el regionalismo imperante en el país.
La enseña, la de Genoveva Ríos, debe ser la exclusiva. La bandera nacional debe ser, por definición, un símbolo patrio y no político reivindicativo de ideologías; tiene que ser unificadora y no instrumento de complacencias regionales o raciales.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.

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