martes, diciembre 24, 2024
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#StopBullyingForKira

Hace unas semanas tomé contacto con José López, un español que en mayo del presente año perdió a su hijita de quince años. Kira, una joven bonita que hasta antes de entrar en depresión había sido alegre, se quitó la vida luego de ser víctima de un largo y sistemático acoso escolar. El bullying —y su consecuente depresión— es un problema que afecta a millones de adolescentes en el mundo, problema que tristemente está dejado de lado —sobre todo en los países del tercer mundo—, creo, porque no tiene que ver con reivindicaciones de tipo progresista, tan de moda en nuestros días.
Recientes estudios dicen que aproximadamente el 70 por ciento de los estudiantes de los colegios latinoamericanos sufrieron —directa e indirectamente y en diferentes grados— acoso escolar. Ahora bien, los estudios indican que los niños y jóvenes que padecen bullying normalmente llegan a sus casas con moretones, con lágrimas en los ojos por las situaciones de conflicto que atravesaron durante el día o con el uniforme manchado. Pero no todas las situaciones son así; hay algunas que son distintas.
En mi caso, por ejemplo, nunca develé a mis padres el bullying que me hicieron. Fue un sufrimiento largo, interno y muy silencioso. Desde mis 13 hasta mis 17 años ir al colegio fue un tormento, pero mi familia nunca lo notó porque por aquel tiempo había en mi casa otra tormenta quizá más importante a la que había que prestar mucha más atención. El punto culminante del acoso escolar fue cuando caí de bruces en el cemento de mi colegio como consecuencia de un empujón. Al llegar a casa, mis padres me vieron con la nariz magullada; les dije que había sido por una caída jugando fútbol, pero no me creyeron y recién se dieron cuenta de que algo malo sucedía.
El colegio La Salle nunca notó el menor indicio en este sentido. Los profesores, atentos a conservadurismos y formalismos irrelevantes como el corte de pelo militar que debíamos llevar los hombres o el tamaño de las faldas de las mujeres, jamás indagaron estos problemas de acoso sistemático que se producían, en algunos cursos más que en otros. Y como el colegio La Salle, hay muchos en Bolivia, por no decir que no hay uno diferente.
Por todo esto, considero que el bullying no es un asunto de menor importancia. Si no se lo atiende a tiempo y adecuadamente, puede desembocar fácilmente en el suicidio. Cuando conocí a José, me uní a una campaña mediática contra el acoso escolar que se está desarrollando exitosamente en toda la península ibérica. Varios activistas de derechos humanos y salud mental, con el hashtag #StopBullyingForKira, comenzamos a contar nuestras experiencias, y creo que los resultados están siendo bastante positivos. Tanto, que el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, escribió a José una carta expresando sus condolencias y comprometiéndose a luchar contra el acoso escolar desde el poder político —cosa que se debería comenzar a hacer aquí, en Latinoamérica—. Luego Anna Grau, escritora y periodista española, y ahora diputada por el partido Ciudadanos, hizo lo propio en el Parlamento de Cataluña y en el Congreso de España.
A mí, en Bolivia, me llegaron críticas y murmuraciones por haber contado mi experiencia. Pero créame el distinguido lector que no lo hago llevado por el resentimiento. Por la gracia de Dios, amo en Cristo a aquellos compañeros que algún día me lastimaron. Narro mi historia como lo haría una madre cuyo hijo fue secuestrado o una mujer cuya dignidad fue ultrajada, porque creo que es así, transmitiendo historias, como la gente empatiza y se sensibiliza, más que cuando escucha estadísticas y datos cuantitativos fríos. Hoy me siento en paz, e incluso alegre. ¿Cómo no estarlo, si de esa tristeza de aquellos años Dios me sacó dándome la victoria?

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.

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