miércoles, septiembre 4, 2024
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Más sobre el auge del voluntariado social

Un día caemos en la cuenta de que nos agobiábamos por problemas que dejaban de serlo ante las desgracias que se descubren cuando nos asomamos a los umbrales de la marginación. Uno se pasma de haber pasado tantos años junto al dolor y junto a la soledad de los que estaban ahí, “a la vuelta de la esquina” y tendían sus manos hacia nosotros con sus gritos de silencio y desamparo. No y mil veces no, hay que afirmar que es posible la esperanza porque todo ser humano es único e irrepetible. Para que, en el atardecer de nuestras vidas, no tengamos que lamentarnos al contemplar lo que pudimos haber hecho con nuestras vidas al servicio de los demás y del mundo que habitamos como “tierra que camina”.
La gota que se sabe océano tiene una actitud radicalmente distinta a las de las gentes manipuladas por el consumismo, la inseguridad y el miedo. No hay que calentarse la cabeza buscando ocasiones extraordinarias para hacer cosas grandes que quizá nunca lleguen. Aquí y ahora es preciso transformar el derecho de resistencia en deber de alzarnos contra el tirano: persona, ideología, sistema o cualquier poder que explote e ignore la grandeza del ser humano y de la tierra que habita.
Los voluntarios sociales no pretenden cambiar al mundo, ni sustituir unos sistemas o modelos por otros. La revolución como las ideologías se les han colado como agua en un cesto o como arena entre los dedos. No quieren seguir arando en la mar ni se avienen a trazar surcos en el cielo. Asumen su condición de rebeldes ante cualquier orden impuesto por la fuerza ya que vulnera la justicia. Ante la violencia se rebelan porque siempre es una violación de la dignidad.
Es preciso alzarse ante la explotación de unos pueblos por otros, de unos seres por otros, de unas tradiciones culturales o concepciones de la vida sobre otras. De unas religiones sobre otras, como si hubiera una única tradición religiosa verdadera. Nadie es más que nadie ni superior o inferior a nadie. No hay unos pueblos “desarrollados” ni otros “en vías de desarrollo”. Esto es una falacia perversa. Existen unas sociedades industrializadas y otros pueblos que se sostienen en otras concepciones de la vida con sus correspondientes formas y expresiones. Es falso presentar el modelo de desarrollo de los países industrializados como un paradigma imprescindible para la maduración y expansión de otros pueblos. No todo crecimiento económico es sinónimo de bienestar para la mayoría de la población. Menos aún cuando este crecimiento se hace a costa de las materias primas y de la mano de obra barata o forzada de los pueblos empobrecidos del Sur. Si hay que llamar a las cosas por su nombre, es preciso denunciar unos sistemas económicos transnacionales y globalizados que ocasionan el empobrecimiento, la falta de salud y de acceso a la cultura de tres quintas partes de la humanidad. A este precio, no es justa, por inhumana, la transacción.
La solidaridad nace de una experiencia de soledad poblada y es la respuesta que interpela a toda desigualdad injusta. No se puede pactar con la muerte. Se vive. Y vivir es transformarnos al hacernos uno con todo lo que existe. Entonces, ya no hay lucha ni agonía –no lucha–, se celebra la fiesta de la vida en comunión con todos los demás seres. Ya no es preciso optar por nadie ni alzarse contra nadie: las olas nos encontrarán en la roca o en la arena de la playa. Con el poeta Waldo Leyva hay que gritar “Cuando las aguas anunciaban el derrumbe del muro, puso su hombro contra la piedra para cubrir la retirada”.

El autor es Profesor Emérito de la UCM.

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