Aquello de que polos opuestos se atraen y polos iguales se repelen, como ocurre en las fuerzas del magnetismo, nunca fue mejor demostrado que con el epígrafe de este trabajo, especialmente cuando, por casi un siglo, se nos ha concientizado sobre que la Coca Cola, símbolo emblemático del capitalismo, jamás tendría cabida política alguna con los discípulos de la caduca doctrina del marxismo. Es más, hasta se le ha atribuido la propiedad de causar la calvicie a quienes la beben.
A más de un cuarto de siglo de la caída del ominoso muro de la vergüenza, como fue denominada la muralla que dividió durante más de 28 años la ciudad de Berlín, paradójicamente bautizada como “Muro de Protección Antifascista” por la República Democrática Alemana, es una sensación de cuya reminiscencia nos resulta muy difícil abstraernos, especialmente a quienes tuvimos la suerte, o mala suerte, de presenciar su edificación, así como la extraordinaria oportunidad de contemplar su derribo.
Los jóvenes estudiantes latinos de entonces, enfervorizados por el triunfo de Fidel Castro y su guerrilla sobre el régimen dictatorial de Fulgencio Batista, vimos en la actitud de la Rusia soviética, una reacción natural de su lucha contra el imperio norteamericano, empero, jamás nos habríamos imaginado que con ese hecho se estaban iniciando las peores y más largas dictaduras de cuantas ha padecido el género humano. Asimismo, nunca habríamos podido vaticinar que, solo el intento de trasponer dicha muralla iba a costar la vida de más de 300 personas que fueron vilmente asesinadas en su intento. Por supuesto, no existe, no existió, ni existirá nunca un registro de los individuos que perdieron la vida pretendiendo ingresar voluntariamente a ese infierno comunista.
Hoy, a 61 años de ese indignante acontecimiento, y cuando celebramos 33 años de su caída, los hechos confirman lo ingenuos que fuimos quienes asistimos azorados a esa triste realidad. Basta constatar la diferencia que existía entre las dos Alemanias separadas, y la realidad de la Alemania actual reunificada, con la suerte que corrió y sigue viviendo Cuba; a cuyo triste destino se adhieren Venezuela, Nicaragua, y muchos otros “paraísos comunistas”, sojuzgados por sus déspotas, en relación con el modelo occidental de gobierno, basado en la libertad, el respeto a los derechos humanos, la libertad de expresión y el respeto a la propiedad e iniciativa privada.
Otra sería la historia política de nuestro mundo, si no se persistiese en aplicar esa doctrina terca y anacrónica abortada en la Unión Soviética, su matriz, tratando de trasladarla pertinazmente a nuestros países, envuelta en papel de regalo del populismo, de la droga, y de los que porfían en hacernos creer que están obligados a erigir muros y cerrar fronteras para evitar que fascistas envidiosos de su progreso ingresen a copiar y robar sus logros, como ha ocurrido durante estos últimos años de escarnio comunista, cuando sus capitostes imitan al pie de la letra el modelo capitalista, para implementarlo en su propio beneficio.
Mientras hace 150 años, Karl Marx publicaba “El Capital”, base fundamental del comunismo, casi simultáneamente un boticario de Atlanta-USA creaba, con base en la hoja de coca, la gaseosa más vendida a nivel mundial, y la más consumida del Siglo XX, y del Siglo XXI. Hoy, en un intento de competir con el invento norteamericano, los regímenes marxistas hacen polvo a la hoja y la comercializan a través de una internacional del crimen organizado, sin lograr la globalización de su doctrina, como la Coca Cola, y sólo creando ese veneno, que está matando a la juventud de muchos países, como es la Coca Comunista.