Estamos viviendo en un pequeño infierno en el que día a día salen a la luz casos de asesinatos, violaciones, narcotráfico, raptos, policías, jueces y fiscales corrompidos y corrupción en el aparato público. Es comprensible, entonces, que en este escenario macabro salgan a las calles grupos extremistas y radicales para exigir justicia y ciertas reformas en el sistema. Sin embargo, no necesariamente son esos grupos los que tienen las propuestas más realizables para mitigar el estado de descomposición en que se hallan la justicia y la seguridad ciudadana.
Cuando en las sociedades los ánimos están así de caldeados y excitados, es raro escuchar voces prudentes y moderadas —que no pacatas o timoratas— que ni se dejan intimidar por los corruptos y asesinos, ni se dejan arrastrar por los discursos populistas que proponen soluciones que, por ser radicales, son inviables o insostenibles. Hace unos días vi una entrevista que se le hizo a la diputada Nayar en el programa Asuntos Centrales. En ella, el periodista le preguntaba a la legisladora si creía que se debía crear el Ministerio de la Mujer (como lo había propuesto el senador Rodrigo Paz, de su mismo partido político) para frenar la violencia hacia las mujeres. La joven legisladora sorprendió al periodista, y supongo que también a la audiencia, cuando dijo que no, pues no se podía seguir ampliando el aparato estatal y la burocracia. Que las abundantes instituciones y las leyes existentes son ya suficientes, y que, por tanto, en lo que se debe trabajar es en que funcionen correctamente.
Ése es el buen liberalismo que este país necesita para salir adelante. El verdadero liberal procura reformar poco a poco los males públicos, sin emplear medidas violentas, consciente de que la respuesta no está en el agrandamiento del Estado sino en la superación gradual del individuo. Convencido de la imperfección del mundo, sabe que el progreso es imposible de la noche a la mañana y que, por tanto, se llega a él a paso lento pero firme.
Respondió con buen juicio, elocuencia y, sobre todo, con seguridad de espíritu. Es joven, y, sin embargo, muestra raciocinio y un espíritu equilibrado, cosa rara de encontrar en la edad juvenil, cuando las pasiones siempre tienden hacia los extremos. Ante la misma pregunta, estoy seguro de que otro asambleísta o cualquier otro activista o político, sin sentido crítico y solamente para caer bien a las mayorías, se hubiese plegado a la propuesta de la creación del tal Ministerio de la Mujer, sin saber bien lo que la creación de una nueva cartera de Estado supone. Es muy común, pues, que en medios sociales signados por el populismo las voces de los líderes, para no hacer decrecer su popularidad y no ir en contra de lo políticamente correcto, se decanten hacia la moda y nunca hacia la disidencia.
Una respuesta como aquélla dice mucho de la persona y de lo que puede hacer quien no toma a juego la política y va en armonía con el proyecto personal de ser quien verdaderamente es. Ella hace un buen papel en la Cámara, y es una lástima que no haya una pléyade de políticos de su temple que la acompañen. Sin embargo, es una prueba de que hay personas que pueden asumir la política como un compromiso serio en el cual se trabaja apelando a la racionalidad.
Políticos así se los necesita: naturalezas dotadas y cimentadas en sí mismas, fruto de su propio desarrollo y en armonía consigo mismas. Que no se pregunten cuál es la moda del momento, qué le gusta al público o si el efecto de lo que dicen es popular o impopular. Que no pregunten qué hacen los demás para luego imitarlos y que lo que hagan y digan sea brotado de su propia naturaleza, de sus convicciones, sin preocuparse de lo que quieren los colectivos ni lo que pretende su mismo partido y que nunca manifiesten lo que no alberga su corazón. Por lo que se ve de ella, posee un sentido espiritual cristiano, y es probablemente eso lo que la guía hacia caminos de reflexión y juicio.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.