Las experiencias de vida de muchas naciones han hecho ciertos y siempre oportunos los criterios de que los pueblos, actuando de buena fe, creen y confían plenamente en los gobiernos bajo la creencia de que nadie, por poder que tenga, debe engañar a la población sobre hechos y costumbres que son patrimonio de cada hombre, sobre bienes que se enraízan en el buen raciocinio, la credibilidad y la entereza moral de las personas. Por todo ello, todo sistema democrático se asienta en la honestidad y responsabilidad, principios fundamentales para la vigencia de un régimen político que administra un Estado.
Lo expuesto implica que la práctica de la verdad debe ser norma para emprender cualquier acción política, económica, social, cultural o de cualquier naturaleza, porque son condiciones de vida que la humanidad se impone para vivir en forma acorde con todas las leyes morales y con lo que, por principio, conviene al ser humano como práctica de vida, sentimiento o idea que se tenga sobre la convivencia en el seno de una comunidad.
Sin embargo, hay pueblos que se desenvuelven en medio de mentiras y falsedades, practicados por quienes creen que el engaño y la mentira son necesarios para un buen gobierno y así evitar descontentos, desengaños y decepciones de comunidades. El dolo y la falsedad caracterizan a quienes no quieren sujetar su conducta a la transparencia y la honradez, por ser condiciones que “no permiten ganancias ilícitas que pueden ser cuantiosas”. Procedimientos ajustados a la honradez rechazan y condenan terminantemente esa manera de actuar.
Lo dicho obliga a creer que todo gobierno debe ceñir sus actos a la verdad, actuando con transparencia, que debe ser espejo de lo digno, honrado y responsable. En un sistema democrático, los gobernantes deben ceñir sus actos a valores y principios, mostrando conductas ejemplares ante los gobernados.