Como una demostración indiscutible y palpable de que la historia se repite, unas veces como tragedia y otras como comedia, nuevamente echamos mano a una entrega anterior, en la que nos referíamos a este mismo tema, que trata de las malandanzas de Putin, con respecto a su impertinente acoso a Ucrania.
Emulando la pertinacia y tozudez de la mosca, que acostumbra a volver al sitio donde causa molestia, Vladimir Putin, el Zar ruso del Siglo XXI, acaba de desplazar un considerable contingente de tropas, tanques y artillería, a la frontera de Ucrania, con el mismo y manido argumento que utilizó hace 14 años para invadir la república autónoma de Osetia del Sur y –seis años después– la península de Crimea, dizque para defender los intereses y la seguridad de los rusos que viven allí, empero, para entonces Moscú contaba con un pretexto más creíble, que el que blande ahora para invadir a Ucrania, como fue la incursión militar lanzada por el ex presidente de Georgia, Mijail Saakashvili, abiertamente pro-occidental y afanoso por lograr la pertenencia de Georgia a la OTAN y a la Unión Europea.
A fin de entender con exactitud los motivos e intereses que se juegan en esa lejana región del planeta, es necesario recordar que Crimea fue obsequiada a Ucrania en 1954, por el entonces líder soviético Nikita Kruschev –ucraniano él– como una muestra de la unidad de los pueblos ruso y ucraniano. Sin embargo, ese «regalo», que nos recuerda al de Mariano Melgarejo a los brasileños, muy pronto se convertiría en el veneno que ha emponzoñado las relaciones entre Moscú y Kiev, especialmente, tras la desaparición de la Unión Soviética en 1991.
Al reservarse el derecho de intervenir militarmente a Ucrania, este déspota ha desconocido tácitamente lo estipulado en el Memorando de Budapest, firmado en 1994, mediante el que los EEUU y el Reino Unido, así como la propia Rusia, se comprometen a garantizar la seguridad, la soberanía y la integridad territorial de esa nación y a no usar la fuerza contra ella. Como contraprestación, Ucrania se comprometía a deshacerse de las armas nucleares heredadas de la URSS.
Desconocer un acuerdo semejante, sería como desconocer aquel que firmaron los EEUU y la desaparecida URSS, después de la crisis de los misiles en Cuba, donde una de sus cláusulas, fielmente acatada por EEUU hasta hoy, estipula su compromiso de respetar esa Isla y no intervenirla por ninguna circunstancia.
Es sugestiva la enorme coincidencia existente entre las actitudes del régimen putinista y las muchas que han aflorado en nuestro continente. “Dios los crea y el diablo los junta”. La crisis que vive Venezuela, otrora uno de los países más ricos del continente, es sorprendentemente parecida a la de Ucrania, con un potencial parecido, pero con una economía crítica, con una deuda externa cercana a los 96.000 millones de dólares, razón suficiente para pensar que una victoria o una derrota bélica del megalómano ruso, sólo devendría en una crisis tan terrible, que ni los más avezados economistas podrían resolverla.
El papel desempeñado por Biden y la Comunidad Europea, aunque parezca tibio, refleja la prudencia y serenidad que deben primar en estos casos y otros parecidos. Putin tendrá que elegir entre la verdadera democracia, el respeto por los derechos humanos, la libertad de expresión, la seguridad jurídica para los negocios limpios, que suele atraer buenas y permanentes inversiones, o ampliar con violencia su megalomanía zarista decimonónica, para convencerse de que él no es Napoleón, no es Hitler, y menos aquel Julio César que no creyó en el vidente que le predijo su muerte en los Idus de Marzo.