sábado, diciembre 28, 2024
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Estos carnavales…quién inventaría

Definitivamente no creo que los carnavales de hace cincuenta o más años hayan sido un culto a la santidad. No lo creo porque, si bien es cierto que no hay un acuerdo sobre el origen de esta celebración ni su antecedente más primitivo, es innegable que para los que ya tenemos un considerable recorrido por este mundo, y aun para los más jóvenes, estas fechas están íntimamente ligadas a los banquetes, las máscaras, los disfraces, y por supuesto, a la bebida.
Y no es que quiera hacer un panegírico de la santidad, porque al final, en todo lado se cuecen habas, como diría la sabiduría popular. Celebrar, gozar y sustraerse del no siempre amable mundo que nos ha tocado vivir, no es para rasgarse las vestiduras. Está bien, debe haber un equilibrio entre las obligaciones que la vida impone y los momentos de solaz que el espíritu necesita. Pero, ¿quién, con un mínimo de sensatez, puede estar en contra de que cada cosa tiene su tiempo y su espacio?; y así, como no hay mal que dure cien años, ya es tiempo de que nos deshagamos de lo prosaico porque, obligados por un periodo muy largo de conflictos y perversiones, es tiempo de que se imponga la cordura y el buen criterio para ejemplo de las generaciones que nos siguen.
Dije y lo sostengo: la recreación, incluso la ingesta de bebidas alcohólicas, cuando están rigurosamente encuadradas en el contexto, el tiempo, el lugar y los cánones de discreción, no pueden ser motivo de inflexible condena, pero tampoco de entusiasta apología. El alcohol, pese a quién pese, es legal, pero no deja de ser una droga nociva cuyos efectos paroxísticos, más allá de sus secuelas orgánicas, derivan en comportamientos que en una persona sobria de cuerpo y de alma jamás se manifestarían. Por eso es que aquello de que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, no deja de ser una majadería indigna para aquellos e inmerecido halago por estos.
Sea cual fuere el origen de esta fiesta, que es la antítesis de la Cuaresma y que curiosamente tiene nexos con el cristianismo, es innegable que en Bolivia hemos asumido con cumplida veneración estas fechas. Mejor dicho: hemos hecho parte de nuestras vidas la perniciosa costumbre de ponernos máscaras para ocultar el rostro siempre venal de la corrupción, de disfrazarnos de corderos en el afán de esconder —fallidamente— nuestros más bajos instintos, porque once o doce millones de personas son pocas para no conocernos, a quienes fueron y son los que vienen destruyendo la Patria.
Así, no solo somos testigos de legisladores que hacen del hemiciclo parlamentario rings de boxeo, o que hacen de sus despachos o los pasillos de las Asambleas departamentales escenarios de la lujuria, jueces que administran justicia en estado de embriaguez o que al influjo de la bebida confiesan sus fechorías cometidas en el estrado que los hace semidioses capaces de destruir la vida de inocentes o de delincuentes de bagatela. Sí…no solo somos espectadores de tamañas atrocidades, sino que contemplamos apáticos los incestos, los infanticidios, los asesinatos crueles a mujeres que han cometido el gravísimo pecado de haber nacido mujeres. Despedazar cuerpos previamente vejados, y entre los políticos, exteriorizar odio tal que pesa más que las piedras, nos están haciendo perder la batalla de nuestra naturaleza, concediendo al demonio más espacio que el conveniente.
Es que el carnaval, en su esencia, tiene que ver con la oscuridad, a pesar del brillo y la fantasía que seducen. Nuestra sociedad está casi hundida. Hay que revalorizar nuestro rol en la vida; hay que castigar a los verdaderos criminales de la justicia, a los que detrás de un antifaz asaltan en las calles ante la mirada impertérrita de los caminantes, pero también a los que asaltan a litigantes que, teniendo la verdad de su lado, saben que están en manos de quienes solo el dinero mal habido les hará fallar en derecho. Y cómo no: a los que saquean el erario público. El carnaval no puede ser para siempre.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.

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