Hace unas semanas se celebró la Lección Inaugural de Humanismo, un evento académico bianual que organiza la Universidad Católica Boliviana San Pablo, cuyo fin es poner sobre la mesa del debate algún tema social, político o académico, para la reflexión de toda la comunidad universitaria. La conferencia magistral tituló “Resilvestrar o morir” y fue impartida por Virginia Ossio, ambientalista y fundadora de Senda Verde.
Fue una charla clara, precisa y sin rebuscamientos superfluos: fue al punto. La postura de la disertante, obviamente, fue la defensa del medioambiente y la resilvestración como una forma de vida.
Ahora bien, a mí me parece de gran importancia, además, profundizar sobre cómo debe entenderse el medioambiente desde perspectivas religiosas y particularmente cristianas. Quizás a la conferencia le faltó esa ampliación, pues hubiera sido bueno casar los conceptos de la naturaleza con los de la fe cristiana, y no forzadamente, ya que, como bien sabe el que lee atenta y metódicamente las Sagradas Escrituras, el mundo metafísico de Dios provee claves y acertijos para todas las áreas de la vida y el mundo. El medioambiente no es la excepción.
Hay académicos —y personas en general— críticos de la Biblia que piensan que la Palabra de Dios otorga al hombre una libertad irrestricta para dominar —en el sentido de destruir— la naturaleza. Otros, los fundamentalistas que leen la Biblia a letra muerta y sin el menor sentido exegético, piensan algo similar, pues alegan que la naturaleza está hecha para el hombre y no el hombre para la naturaleza. Yo creo que tanto unos como otros caen en un craso error de comprensión, pues ¿cómo podría Dios consentir al ser humano la destrucción de su propia creación? Recuérdese que la Biblia no es un estatuto normativo humano, sino un libro de profundas verdades metafísicas ocultas detrás de celofanes metafóricos a las que se llega con la predisposición del corazón.
Quien escribió el Génesis es Moisés, y este hebreo que vivió hace milenios jamás pudo haber tenido idea de que la naturaleza creada por Dios periclitaría por la mano devastadora y bárbara del ser humano. Ergo, por muy palabra divina que sea, los versículos del primer capítulo del Génesis (sobre todo los que van del 26 al 31), que tienen que ver con la potestad que Dios confiere al ser humano para que este domine la naturaleza y el mundo, tienen que ser entendidos con mucha responsabilidad exegética e interpretativa, sabiendo que, aunque Moisés estaba en una relación íntima con la Divinidad, él no era un científico ni un ensayista académico. Dios jamás pudo haber aprobado la destrucción de la naturaleza; creer lo contrario es dar una bofetada a las Escrituras. En conclusión: Dios jamás podría haber mandado quemar bosques, volver cetrinos los cielos, extinguir a las aves y primates exóticos de las selvas o contaminar las aguas cristalinas de los ríos. Para entender esto hay que remitirse al libro de los Proverbios salomónicos, en los que se instruye al hombre encaminarse hacia la mesura, la prudencia y el sano aprovechamiento de las cosas y los seres de la creación.
Ahora bien, en lo personal, no creo que el medioambiente deba ser intocable y sacralizado, como creen los ardientes defensores del medioambiente y el ecologismo, por el hecho de que creo que, si así lo quisiera, la fuerza de la naturaleza podría sacudir al ser humano en un minuto, y también porque creo que el ser humano necesita aprovechar las bondades naturales. Eso sí, con prudencia, con respeto por lo hermoso que ella tiene y, sobre todo, con amor. Y el amor no puede ser destructivo.
Por último, creo importante hacer notar que la Iglesia católica promueve el concepto de la Casa Común, o sea, el medio natural en el que convive la humanidad. Un medio que, si bien debe proveer de recursos, debe ser también cuidado y protegido. Digo eso con el fin de que no se crea que el movimiento que apuesta por el cuidado de la ecología proviene sola y únicamente de grupos de activistas ajenos a la religión.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.