El apóstol Pedro fue martirizado implacablemente antes de ser crucificado boca abajo. Pablo murió decapitado después de ser cruelmente torturado. Marcos, el evangelista, murió luego de ser varias veces arrastrado, con cuerdas atadas al cuello, por las calles de Alejandría. Ésos son solo algunos de los casos que en parodias de justicia fueron muertos por causa de la fe según la tradición católica. Pero hubo a lo largo de la historia millones de personas que por cualquier otro motivo murieron sufriendo inhumanos castigos físicos; y sin riesgo de incurrir en equivocación, en el pasado y en lo que la vida actual todavía tenga de duración, hubo y habrá personas que, como hace pocos días en La Paz, perdieron la vida en circunstancias espeluznantes por el ensañamiento con que fueron asesinadas.
Algunos exegetas sostienen que los sufrimientos más dolorosos de Dios estaban asociados a los huertos. El huerto del Edén fue el de la vida, y pronto se convirtió en el de la caída. El huerto de Cedrón, donde Jesús fue traicionado, constituyó un momento crucial en la vida del Salvador, pero también la antesala de los pecadores para alcanzar su conversión. Y hubo más, porque en el huerto del Gólgota Jesús padeció exteriormente un indecible sufrimiento; las llagas, los latigazos, los clavos, las espinas, en fin, todas las vejaciones que su cuerpo expuso, fueron, por supuesto, de un gran dolor físico.
Pero acostumbrados a vivir cada Semana Santa, como complemento a nuestra imaginación, con películas, recreaciones en vivo y hasta narraciones de radio, ignoramos que el sufrimiento exterior de Jesús en toda su pasión no fue ni será el peor que algún humano haya experimentado, porque el supremo sufrimiento del Mesías fue interior; fue el que su alma sufrió en el huerto de Getsemaní con el que ningún otro sufrimiento tiene parangón. Y sumados los dolores del alma que supusieron para el Padre el del pecado original y el de la traición de Cedrón e incluso la crucifixión en el Gólgota para el Hijo, los de los mártires por su causa y todos los que la humanidad padeció desde el principio hasta el fin de los tiempos por cualquier motivo no alcanzan para compararlos con el del sacrificio expiatorio del Hijo de Dios que muchos cristianos creen que ocurrió sobre la cruz del Calvario. Mas no es hacia la Cruz de Cristo donde debemos dirigir nuestra mirada al enfocar la atención sobre la expiación definitiva y eterna.
Pero no hay que confundir las cosas. Es cierto que la consumación del sacrificio de Jesús ocurrió con su muerte; por eso ese episodio de su vida y de su sufrimiento es el más dramático y el que más toca el corazón del creyente. Claro, es la parte que más conduele por las descripciones externas que de ella conocemos, pero no todos saben que el dolor y sufrimiento, el triunfo y grandeza de la expiación, tuvieron lugar en el huerto de Getsemaní, porque fue allí donde él tomó para sí todos los pecados de la humanidad. Su apropiación voluntaria lo separó del Padre y eso le provocó un dolor más allá de cualquier poder humano para soportarlo. Fue allí que sudó gotas de sangre. Su angustia fue tan desgarradora que deseó con todas sus fuerzas que el cáliz pasase; pero su obediencia a las profecías y a quién lo había enviado para hacerse cordero que quita el pecado del mundo pudieron más; y entonces eligió seguir la voluntad divina.
Jesús, al cargar con todos los pecados del mundo, es la esencia de la impiedad, y siendo el responsable de todas las faltas puso una muralla en su relación con Dios, porque, lo sabemos, Dios no puede cohabitar con el pecado, aunque tuviera el corazón partido viendo a su Hijo sufrir.
Por eso Dios encarnado, en ese huerto más que en cualquier otro huerto que lo hizo angustiarse, se vio solo, abandonado, abrumado por la tristeza, sin alguien que lo acompañara en sus oraciones. Uno de los misterios más profundos de la fe es precisamente el sufrimiento del alma de Jesús, que languideciendo en sibilino abatimiento, sin apoyo, se sintió desterrado de la humanidad.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.