En este nuevo Viernes Santo, el planeta tierra parece retornar a los peores momentos de la maldad humana. Una y otra vez se repite la ruta del Gólgota que traslada a inocentes hasta el martirio, y un martirio de cruz, mientras los barrabás son ovacionados por las multitudes embriagadas.
Más de dos milenios han transcurrido y una y otra vez se reeditan escenas de torturas, flagelaciones, asesinatos y procesos judiciales enturbiados por las presiones políticas, por las ambiciones de los herodes que matan niños a espada o lanzan misiles atravesando escuelas y estaciones ferroviarias.
Quizá el hombre puede lograr llegar a la luna, conquistar el espacio como hizo hace tantas décadas, puede encontrar con rapidez inusual una vacuna contra un virus salido desde el lejano oriente, o puede crear vuelos supersónicos. Sin embargo, no puede vencer la tendencia de lobo que convive con él y salta a sus presas indefensas.
Los gobernantes, los presidentes, los jefes militares conseguirán una y otra vez burlar a las leyes, ampliar su poder, utilizar la corrupción y la cleptomanía estatal, ejercer diversas formas de terrorismo estatal y de control a sus ciudadanos mientras no encuentren resistencia.
Cada vez son menos los que se atreven, como la verónica aquel lejano Viernes a enjugar el rostro de los nuevos nazarenos que avanzan ensangrentados; ¿dónde están los simones para ayudar a aliviar el peso de la Cruz, dónde están los nicómedes? ¿Dónde están las marías, juanas y magdalenas desafiando a los centuriones para ungir al condenado, para preparar su alimento, para acompañar el Vía Crucis, para llegar a la piedra del blanqueado sepulcro?
La maldad avanza en el mundo porque en el mundo hay muchas almas tibias. Como reza una oración al Señor, no solo líbranos de la enfermedad, de las maldades, de los accidentes. Sobre todo, Jesús, hijo de Dios, líbrame de ser un alma tibia.
Más que el soldado que ensarta bebés en su bayoneta por orden de un general o bloquea caminos por orden de un cocalero para impedir que llegue oxígeno al recién nacido, estremecen aquellas personas que prefieren el silencio, la omisión, el pensamiento ingenuo: “mientras no se metan conmigo o con los míos…”. No se dan cuenta que cada daga afilada que se alza contra una madre ucraniana es la sombra que alcanza a todas las madres del mundo.
Y en ese recuento de la infamia, como escribía Jorge Luis Borges, en la cima de la cima, están los intelectuales. “El silencio de los intelectuales”. Como también apunta Fernando Sabater, que “no son ni bota, ni zapato, sino zapatilla” que se desliza intentando no llamar la atención o encontrando siempre justificaciones para no reclamar.
Silencio de los pilatos; de los escribidores que prefieren anunciar cómo está el clima este domingo; de los cronistas que se aferran a la farándula de las salomés para esquivar la mirada ante la miseria humana; de los historiadores, de aquellos sociólogos, de los articulistas, de los informadores, de los maestros, de los investigadores que se quedan en un rinconcito, temblorosos. Porque saben que lo que pasa debería ser denunciado, pero “podría perder mi puesto”, “tengo familia”, “mejor no enfrentarlos”.
Líbranos, Señor, de esas almas tibias, repito una y otra vez. Líbrame de esas masas que observan ciegas y sordas el transitar del Cristo de los gitanos, de todos los humildes, que saben de los latigazos y de la sangre esparcida en la arena.
Por lo menos, Señor, aleja esas almas tibias de nuestra vida. No sea que nos contagien.
Almas tibias
- Advertisment -