“Conocerse a sí mismo no es garantía de felicidad, pero está del lado de la felicidad y puede darnos el coraje para luchar por ella”, escribió la filósofa y feminista Simone de Beauvoir; su postulado representa el espíritu de mujeres como Geovana Avendaño, quien luego de 13 años de ingresar a trabajar al Cerro Rico de Potosí logró convertirse en socia de la Cooperativa 23 de marzo R.L.
Su principal motivación para convertirse en una mujer minera fue la carencia de fuentes de empleo, uno de los problemas estructurales en Potosí y el detonante de las movilizaciones cívicas emprendidas durante las últimas décadas en la ciudad. Fue en septiembre del 2009 cuando inició sus actividades en el Sumaj Orcko en el oficio de llampiri, escogiendo zinc.
Al principio, cuenta, le resultaba muy difícil. “Yo realmente necesitaba el trabajo, incluso iba sábados y domingos”. Al verla por primera vez, los miembros de la cooperativa le preguntaron si podría con el trabajo. Hoy, recuerda el suceso como una anécdota, con esfuerzo desmontó la creencia de que aquel era un oficio solo para hombres; sabía que la paga era por día trabajado y se empeñó en probarse a sí misma y al resto que es una luchadora, como ella misma se define.
La historia de Geovana es la de una joven madre que tuvo que criar a un par de gemelos con un padre ausente y con carencia de recursos económicos. Pero su condición de víctima -luego de que el padre de los niños huyera durante la gestación- fue superada por la de una mujer que se empoderó en los socavones con actividades como “winchear”, recolectando minerales dentro del socavón. Pero además, está muy cerca de recibir un título profesional como abogada: trabajando de día y estudiando por la noche.
Las mujeres mineras enfrentan una situación de vulnerabilidad distinta a la de los varones, debido a que estos, a diferencia de la mayoría de ellas, no llevan sobre sus espaldas el rol del cuidado familiar.
Cerca de 500 mujeres trabajan a diario en los socavones del Cerro Rico de Potosí, muchas en calidad de socias, algo impensable años atrás. Se encargan de la extracción manual de mineral y de llampear. Las socias palliris se ocupan del pallacu, es decir el procesamiento de los desmontes o a la recolección de los restos que dejan los mineros, otras coadyuvan con estas labores como “segundas manos” según explica Elizabeth Soto, dirigenta de la Secretaría de la Mujer de la Federación de Cooperativas Mineras (Fedecomin) de Potosí.
Según la investigadora, Elizabeth López, no se cuenta con información exacta de la cantidad de mujeres que “está expuesta o que se beneficia de la minería”. Por lo que no se conocen a ciencia cierta las condiciones en las que desarrollan estas actividades. “Las mujeres que van a trabajar en la minería son, por lo general, migrantes, empobrecidas, tienen hijos que crían solas y acceden a este tipo de trabajo como última opción”.
La especialista afirma que cuando no existen incentivos para que la gente pueda desempeñarse en otros sectores productivos, como el sector agrícola “la gente busca incursionar en una actividad que pueda darle un rédito inmediato, no es que mejoran sus condiciones de vida, lo que hacen es alargar un poco más su sobrevivencia cotidiana”.
La incorporación de la mujer en esta cadena productiva proviene de tiempos precolombinos, pero se acentuó durante la colonia con el aumento del extractivismo impuesto por el imperio español. Sus principales actividades en esa época estuvieron ligadas al traslado de los alimentos para los trabajadores y el cuidado de sus familias, siendo la mayoría migrantes de la región andina.
Por el contexto de explotación de los mitayos y los insuficientes recursos económicos de las familias que vivían explotadas, las mujeres se vieron obligadas a incursionar en el oficio con el uso de las huayra chinas, unos fogones para el fundido del mineral, y en labores de rescate para vender los remanentes en la ciudad de Potosí.
El origen de las palliris se remonta a la época colonial, este término proviene de pallar que se refiere a la separación del mineral de la roca estéril. A fines del año 1500, esta actividad era efectuada también por varones, sin embargo, al ser considerado un oficio “simple” fue derivado hasta nuestros días a las mujeres, al igual que asignarles un rol en el proceso de comercialización.
La actividad de las mujeres dentro de los oscuros socavones tiene dos caras: la de los sindicatos mineros, que aún les impiden el acceso a actividades propiamente mineras, es decir de carácter extractivo, y la de las cooperativas, que les han permitido el acceso, como ocurre en los municipios de Potosí, Huanuni y Llallagua.
Según López, el Estado siempre ha marginado la participación de la mujer minera en los emprendimientos mineros y la ha reducido a espacios marginales como el oficio de las palliris, que dependen del grado de acopio y de la cotización de minerales; a eso se suma que son mal pagadas a pesar de poner en riesgo su salud por el contacto directo con los metales pesados.
Romualda Aguirre trabaja hace nueve años en la minería, comenzó con labores de recolección de mineral hasta llegar a ser ayudante de perforista y siendo parte del carguío de minerales a las volquetas. El fallecimiento de su esposo la involucró en la actividad, llegando a reemplazarle como socia: “Me he animado al ver que mis hijos estaban pequeños, eso me impulsó a entrar al interior de la mina. A veces trabajando de empleada no se cubren (los gastos del hogar)”.
Sus ingresos mejoraron gradualmente en la actividad minera, recordando la recomendación de su esposo: “Tienes que saber aprender no tienes que dejarte, por ahí en algún momento puedo fallecer, que va a ser de vos tienes que aprender de todo”, recuerda doña Romualda.
“Las mujeres que enviudan y que consiguen incursionar en la actividad minera son (…) estigmatizadas por las que no incursionan, se les dice que pueden provocar a los maridos, molestarlos, etc.”, advierte Elizabeth López. Este contexto plantea una descomposición social que es típica de la vivencia que se desarrolla en los centros mineros, que se constituye en un obstáculo para que las mujeres puedan asociarse y agruparse para buscar una mayor vigencia de sus derechos.
“Si tú ves una marcha de mineros vas a ver a muchas mujeres, pero no organizadas como mujeres, sino como parte de las cooperativas mineras, esto limita mucho que ellas puedan demandar cosas que sean específicas a su género, como tener mejores salarios, acceso a salud de mayor calidad, acceso a la vivienda, algún bono que las ayudase en la educación de sus hijos, porque la mayoría está a cargo de cinco a siete hijos”, según la experta en temas mineros.
Según el artículo 3 de la Ley 348, “Ley integral para garantizar a las mujeres una vida libre de violencia”, la erradicación de toda forma de violencia en contra de las mujeres es prioridad del Estado. Sin embargo, existen varios tipos de violencia que proliferan en el ejercicio de las labores mineras, como la psicológica cuando se desvaloriza el trabajo de la mujer. Doña Romualda da un testimonio vivencial al respecto: “A veces nos humillan diciendo que somos mujeres y esto no es para nosotras, pero ya no nos dejamos, la vida hace aprender”.
La otra violencia que se ejerce con ellas es la simbólica, con la vigencia de una masculinidad hegemónica en las cooperativas, que muestra “el imaginario del minero koya loco” o como explica López, “el minero borracho, torpe, (…) porque se enceguece. Y ese estereotipo es el que subsiste en estas regiones”.
Uno de los desafíos actuales para las mujeres mineras es conseguir un mayor reconocimiento de su derecho a participar en los procesos de toma de decisiones dentro de la Federación Departamental de Cooperativas Mineras de Potosí afirma Elizabeth Soto, permitiendo que al menos un 30 % de sus dirigentes sean mujeres, por los roles que han comenzado a asumir dentro de la cadena productiva minera.
El número de socias y laborantes que desarrollan sus actividades en los centros mineros del área rural comienza a superar al de varones, explica la dirigente que hace 22 años desarrolla esta actividad y ha sido fundadora y presidenta de su cooperativa.
Su experiencia, cuenta, “fue un poco dolorosa”. “Tuve impases con algunos compañeros, precisamente porque no podían aceptar ni creer que una mujer fuera dirigenta de una cooperativa”.
Son estas historias de resiliencia las que inspiran a la acción y la transformación de las actividades social y culturalmente dominadas por los hombres. Visibilizarlas es darles un impulso para que instancias como el Estado y la sociedad civil organizada consoliden los avances logrados y coadyuven a desmontar las violencias y a reducir las brechas de género. (Erbol- Jorge Edwin Vidaurre Reyes. Investigación que fue realizada con el apoyo del fondo concursable de la Fundación para el Periodismo (FPP) en el marco del proyecto Vida Sin Violencia, un proyecto de la Cooperación Suiza en Bolivia en alianza con la Agencia Sueca de Desarrollo Internacional (ASDI), implementado por Solidar Suiza).