Reflejando las características antagónicas en que se encuentra el país, el nivel de los debates políticos, generalmente tranquilos y moderados, ha subido de tono y llegado a un punto tan alto que podría derivar –como se ha visto varias veces–, en la violencia continua, los puños, los rasguños y arañazos, groserías, etc., lo que se conoce en general como guerra de los insultos.
Las discusiones, antes amistosas, han degenerado a tal punto –especialmente con motivo del juicio a la expresidenta Jeanine Añez y los alcances de la rebelión popular del 2019–, que podrían sufrir una escalada, que más sería efecto del ambiente de tensión que vive el país, que fruto la voluntad individual de los protagonistas oficiales u opositores, que se explayan con vocabularios acalorados.
Ese proceso, complemento normal de crisis políticas, hace que sus actores recurran a diversas maniobras que tienen el objetivo de dañar al oponente y proclamar la victoria de sus argumentos y la necesidad de acudir a nuevas normas.
En efecto, cuando uno de los contrincantes se topa con uno más avezado, ante el cual no le sirven sus argumentos y se ve inevitablemente derrotado, no le queda sino acudir al último recurso que tiene en su arsenal defensivo, que es el insulto y, a veces, agotada esa táctica, tenga que lanzarse a los torpes conceptos, como se vio en episodios en las cámaras legislativas y en escenarios internacionales más de una vez.
La parte perdedora, al ver la superioridad de su adversario, con frecuencia recurre a insultos personales y para demostrar que tiene la razón, recurre a términos ofensivos, se aparta del motivo de la discusión y arremete, de un modo u otro, contra el contrincante. A veces critica el argumento contrario en forma personal, pero, al verse perdido, otras veces se vuelve perverso, torpe, mordaz, sarcástico y ofensivo.
Esos espectáculos son observados en duelos verbales sobre temas políticos, en careos parlamentarios, congresos gremiales y de partidos, detalles que recogen medios de comunicación sin omitir palabras soeces, mostrando las escenas de pugilatos, ataques a mansalva a los rivales, arañazos y amenazas de iniciar juicios penales.
Se trata de asuntos de cierta cuantía, pero cuando se discute temas importantes, crecen la violencia y la intemperancia de los contrincantes, estalla el volumen de los discursos, salen a flote las pasiones, la sangre está por llegar al río, o sea métodos muy estimados por voceros partidarios que dejan de lado las ideas y proceden a la calumnia, las ofensas, los sarcasmos, la injuria. Es decir, técnica de quienes muestran naturalezas inferiores, que se encuentran obligados a reaccionar en forma instintiva y con pérdida de todo razonamiento, utilizando el ataque personal, conscientes de que perciben su inferioridad política individual.
Esos enemigos políticos, conscientes de que perciben su impopularidad política o individual, acuden entonces al arsenal de sus armas secretas, o sea amenazar, insultar, ofender, injuriar, calumniar, herir, atropellar. Al perder sacan sus armas de guerra con disparos verbales, usando palabras como traidor, derechista, fascista, kara, barzola, etc. Y, perdidos los estribos, llegan al absurdo que no tiene respuesta, estrategia muy usada junto con la mentira, inclusive común hasta en personajes de la política nativa.
Mas, frente a esa escalada que va del debate amistoso al insulto, existen costumbres de respeto mutuo para no llegar a esos extremos y se piensa que es preferible ceder que pelear y hay que evitar a toda costa llegar al punto de las trompadas.
Son recomendaciones para apagar esos incendios, algunas recetas como ignorar con una sonrisa piadosa las infamias del oponente o bien no darles importancia, actitud de personas sensatas que aun después de haber sido ofendidas y ser objeto de duros dicterios, no se dejan llevar por los nervios, y muestran serenidad.
Otra forma de no caer en provocaciones es considerar a tiempo evitar discusiones con cualquiera que se presente o con quienes no saben lo que dicen y tal vez no han cursado la primaria o aparecen con dudosos títulos profesionales, académicos o como filósofos y hasta eruditos. En esas situaciones, los interesados deben escoger cuidadosamente a sus interlocutores con los que quieren intercambiar opiniones o información.
A pesar de todo eso, se presentan casos groseros, de grueso calibre, imposibles de refrenar la agresión o cualquier otra actitud irresponsable, circunstancias ineludibles por más que sean adoptadas las previsiones del caso, cuando ya no es posible neutralizar un movimiento con la actitud correspondiente.
En fin, un ambiente lleno de antagonismos insolubles, cargado de ideologías extraviadas, ha derivado en un campo de Agramante que amenaza con hacer estallar el termómetro.
Aumento de insultos y duelos verbales
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