Sería injusto juzgar a toda la institución policial como nefasta, aunque en ella impere la corrupción. Siempre hubo buenos policías, pero en sus largos años de vida, la institución del orden, a pesar de que con cada relevo de su comandante “se inicia un nuevo periodo de restructuración y cambio de imagen institucional para servir a su pueblo…, y un largo etcétera” —que jamás se cumple—, ha tenido periodos tan execrables que confiar en ellos para la seguridad ciudadana, la lucha contra el crimen organizado, la investigación de un hecho delictivo o cualquier otra actividad que la ley le compele cumplir, es casi entregarse a la fatalidad de un desamparo que con frecuencia deja al ciudadano a merced de la providencia para sobrevivir a los peligros de una sociedad de por sí violenta como la nuestra, y únicamente asidos de la mano de Dios, para quien tiene la desgracia de depender de una investigación que es la antesala de un proceso criminal que puede tardar varios lustros o al que se puede estar sometido gracias a una impúdica conclusión investigativa.
Vano sería, por tanto, hacer un repaso de los casos más vergonzosos de los últimos quince años solamente, porque ni el espacio permitiría ni el lector necesita ser torturado con una recapitulación nauseabunda en que la Policía se vio y se ve comprometida.
Y es que la corrupción crónica (que —reitero— no fue ni es general pero sí de holgada presencia en la Policía, nunca como hoy socavada por las redes de la mafia y una sociedad que saca partido de la descomposición moral de aquélla) es la causa de compartida responsabilidad para hallarnos en el culmen de la escalada de inseguridad en que nos hallamos sumidos. Y ojalá, por muy catastrófico que es, estuviera hablando de las guerras y el terrorismo internacional; pero también el atraco callejero, las violaciones a la vuelta de la esquina, los maltratos a los niños, las mujeres y los ancianos, el acoso sexual en el trabajo, los homicidios, los suicidios en todos los niveles sociales, son resultado de la pobreza técnica y moral de la Policía.
Ese pavoroso escenario, en el que sobrevivir es una virtud sobrenatural, es efecto del desencuentro de quienes están llamados a prevenir el delito y los que, habiéndose producido él, tienen la obligación constitucional de velar por nuestra seguridad, con una sociedad que le sigue el juego ante la desidia si no media el incentivo económico. Eso, en los últimos años, es casi como pedir peras al olmo, salvo que se trate de casos en los que hay que hundir a como dé lugar al adversario del gobierno o al que tenga una billetera llena.
El policía ha perdido toda perspectiva de servicio honesto, de probidad, y ha perdido tanto la vergüenza, que su único esmero y su probado mérito es la sumisión al poder de quienes administran el Estado (claro, como en todo, hay honrosas excepciones).
La incorporación de nuevos oficiales a las fuerzas policiales requiere de procesos de selección que permitan el ingreso de profesionales con el perfil adecuado. Procesos a los que deben ser incorporados criterios que minimicen el ingreso de individuos con características de riesgo. Estos criterios debieran considerar la desestimación de candidatos con problemas de personalidad o disciplinarios, elevando las exigencias de formación previa y priorizando a aquéllos con formación finalizada.
Policías involucrados en el narcotráfico, en violaciones, en atracos, pero también efectivos del orden muertos a manos criminales, son muestra de una institución anclada en el Siglo XIX, pues desde entonces a la fecha poco ha cambiado, o lo más probable es que los males de la institución se hayan agravado.
El autor es jurista y escritor.