Ayer, regresé de nuevo a mis campos, mis cardos, mis caminos. Tenía muchas cosas que contarle a mi bicicleta así que fuimos muy despacio. La tarde era hermosa; no hacía frío ni calor, lucía el sol y todo parecía haber cambiado de repente. Con las últimas lluvias el polvo había desaparecido de los caminos; como si alguien hubiera limpiado la superficie del mundo para mí.
Le hablé a mi bicicleta de todo ese calor humano de la gente que un día conocí en una prisión; le hablé de libros y le conté historias de barcos que un día me contó mi madre. Le hablé también de ese señor que dice que haría un ejército de hombres como yo: un ejército de hombres como yo… ¿te figuras? ¡Qué desastre! Siempre he admirado a los hombres que son capaces de expresar sus emociones y las sueltan con todo el corazón, como cargas de dinamita. Le hablé a mi bicicleta de muchas cosas mientras bajábamos las cuestas dando saltos.
Los cardos de mis campos seguían allí, callados, silenciosos, como viejas torres de castillos embrujados. Mis cardos me observaban, serios. Mis cardos… Secos ahora, olvidados, perdidos, esperando en silencio el regreso al origen, a la esperanza del resurgir de nuevo del polvo del camino y de la tierra.
La tarde transcurría lenta y era un placer sentir la calma del lugar. Bajamos hasta la laguna. En los cañaverales se estaba poniendo el sol y los colores sufrían una transformación tan fascinante que, a duras penas podía retener mi alma, que parecía querer escaparse de mí y salir volando.
El sol atravesaba las copas de los árboles, las hojas, los tallos de los juncos sobre el agua, el agua misma. Yo había parado en mitad del camino y miraba directamente al sol. Toda esa luz pasó a través de mí también y se marchó, siguiendo su camino en el espacio. Hubo un instante perfecto en que todo explotó en una inmensa sinfonía de luces doradas que fue llenándose de matices rojizos y grises y luego, de pronto, como si cesara el hechizo, toda aquella explosión de color se fue de un modo misterioso. Miré a mi bicicleta pero ahora no veía nada. Se me habían llenado los ojos de lágrimas y luz.
Era de noche cuando mi bicicleta y yo regresamos despacio para casa, cargados de recuerdos. Algo se había marchado para siempre, y al mismo tiempo, regresaría eternamente, igual que aquella luz. En mi alma aún guardaba yo toda la vibración de esa experiencia, esa maravillosa luz era la música del mundo, el instante fugaz que permanece. Aquel instante se había quedado enredado en mi corazón y allí se quedaría para siempre.
Atardecer sobre los juncos
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