Es paradójico, por decir lo menos. Joe Biden pudo recuperar a un “muerto cerebral”, como la OTAN, y unir a toda la alianza occidental para proteger a Ucrania de la tiranía de Vladímir Putin. Pero Estados Unidos se hunde en el aturdimiento diplomático cuando un populista como el presidente colombiano, Gustavo Petro, llama a despenalizar el consumo de drogas, a regularlas. Cuando pide «descriminalizar» al “proletariado del narcotráfico”, perseguir a los “capitalistas del narcotráfico” o, peor aún, dice que la cocaína es “menos venenosa” que el petróleo y el carbón.
No importa que Petro vocifere disparates ideológicos que disimulan un trasnochado antiimperialismo, o que simplemente cabalgue sobre la manida frase del “fracaso rotundo” de la guerra contra las drogas. La misma consigna con la que la Comisión Global de Política de Drogas ha pedido un cambio de paradigma en la política mundial desde 2011, aunque sin definir qué es lo que se propone, salvo algunas ideas fragmentarias, lejos de un modelo viable e integral.
Una cosa es la gradual aceptación de la sociedad de ciertos estupefacientes, como ocurre con la marihuana, y otra muy distinta e insostenible es que pueda abrirse paso la legalización o una etérea regulación. Resulta, asimismo, razonable que se incorporen enfoques de salud pública, se descriminalice algunos casos de uso y posesión de drogas o se evite discriminar a personas y comunidades, lo que no puede ser excusa para enviar el fatal y cínico mensaje de que con la droga los colombianos estamos próximos a ser los nuevos John D. Rockefeller.
Cuando un país es el productor del 80 o 90% de la cocaína en el mundo simple y sencillamente no está en posición de autoerigirse en un experimento global de despenalización. Estados Unidos no puede cometer, en consecuencia, el error del extremo tacto diplomático, como cuando afirma que la estrategia holística de la administración Biden hacia las drogas se superpone con el enfoque holístico del gobierno de Petro, excepto porque no es partidaria de la despenalización.
Sería como decir que la política de drogas del entonces presidente Rafael Correa en Ecuador, desde 2008, era holística y se superponía a la de Barack Obama, excepto por la clausura de la base antidrogas de Manta. Un enfoque que sí fracasó, pues la excarcelación de narcotraficantes promovida por Correa, su descriminalización de usuarios y su enfoque de salud pública, conducen ahora a Ecuador a repetir el baño de sangre y de violencia de Colombia de los 80s.
Por eso Washington tiene el deber de ejercer algo de autocrítica y de alertar a los países del gran riesgo que corren cuando asumen posiciones permisivas o demagógicas frente a las drogas. Que nadie pueda decir que no fueron advertidos, en especial porque Colombia podría quedarse con un aumento desmedido de la violencia, el microtráfico y el consumo interno. Afganistán es vivo ejemplo de esto último.
Si bien el proceso de paz colombiano de 2016 era conveniente para desactivar el aparato criminal de la guerrilla de las FARC-EP, Estados Unidos cometió el previsible y gran error de haber avalado el capítulo de drogas de ese acuerdo, el cual alentó un descomunal crecimiento de los cultivos ilícitos.
Es que es, por supuesto, lógica la entrega de subsidios y ayudas para alentar a las comunidades a salir de los cultivos ilícitos. Lo que no puede hacer el Estado es supeditar su accionar y la erradicación a que previamente llegue a todos los territorios y resuelva todos los problemas. Una postura así siempre encuentra argumentos para justificar los cultivos.
Claro que la perspectiva indulgente o con grandes vacíos de la política antidrogas no es exclusiva del gobierno estadounidense, sino también de su Congreso. En diciembre de 2020, la comisión bipartidista creada para evaluar la política antidrogas en América Latina publicó su informe “Western Hemisphere Drug Policy Commission”. Además de que las fuentes y citas del documento son preponderantemente del lobby colombiano contra la erradicación forzada y la fumigación, también peca de ingenuidad en la comprensión de las motivaciones de los cultivadores y productores de coca.
No se puede ignorar los muchos actores de la cadena de la coca con poco o ningún interés en que dichos cultivos disminuyan. Ahí están desde los actores armados ilegales, pasando por dueños de cantinas, de burdeles, almacenes, supermercados; jóvenes o pobladores que acceden a lujos que en otras condiciones les serían inaccesibles.
Es absurdo entonces hablar del “proletariado del narcotráfico” y “capitalistas del narcotráfico”, como lo sostiene el presidente Petro. ¿Cómo se podrían definir?
Si hay una explicación a por qué en Colombia se concentra el fenómeno de las drogas ilícitas, sería por la mezcla de la incapacidad para ejercer control territorial, corrupción generalizada, propulsada por la idea del dinero “fácil”, y el menor riesgo por violar las leyes.
Pero el gobierno y los funcionarios colombianos andan bien perdidos. Recientemente le preguntaron al Comisionado de Paz, Danilo Rueda, el hombre encargado de liderar las negociaciones de la llamada “paz total” con grupos criminales y narcotraficantes, ¿qué hacer si las bandas con las que se pretende negociar están dedicadas al narcotráfico?
A lo cual respondió que: “Lo primero es la vida… después vamos a derivar otros asuntos que justamente van a ser discutidos, dialogados a nivel mundial”. Es decir, la principal política del gobierno del presidente Gustavo Petro, la política de paz, está montada sobre la idea de que la comunidad internacional podría replantear la política contra las drogas. Como eso no va a suceder, lo que podrá ocurrir en Colombia será un estrepitoso fracaso que se pague con mayor violencia y miles de muertos.
El autor es Columnista y analista político colombiano.