lunes, septiembre 2, 2024
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La excelencia de un presidente boliviano

Hay coincidencias entre quienes hacen análisis político en considerar prematura la electoralización del ambiente desde ahora, no habiéndose llegado siquiera a la mitad del mandato del actual presidente. Y por eso, entre los políticos, poner en debate una candidatura única de oposición es también extemporáneo, porque en su momento todos se sienten la genuina contraparte del oficialismo. Pero el barómetro se va calentando y el ciudadano común debe ir madurando para separar el trigo de la cizaña y distinguir —con todas las experiencias fallidas que, por lo menos los que estamos con vida, en materia de elección presidencial tuvimos— cuál es el mal menor, lo que, en sociedades desarrolladas, resultaría desastroso razonar.
Y es que, en estos más de treinta años de democracia formal, la silla presidencial estuvo ocupada por políticos de toda laya: estadistas bien preparados en el manejo de la cosa pública, pero con prácticas inhumanas de represión; corruptos sin escrúpulos, y alguno que otro honesto, pero con una raquítica formación política, y, por tanto, sin liderazgo, carencia inadmisible sobre todo en un área tan infame como es nuestra política, y, por tanto, sin alguna aptitud para manejarse como primera autoridad del país.
Entonces, ¿hubo en la historia del país algún presidente realmente bueno? Unos historiadores enfatizan el ejercicio de Andrés de Santa Cruz, elevándolo a alturas insospechadas amparados en muchas medidas que el militar adoptó, como los códigos, la organización del Ejército y la creación de la universidad de La Paz, en cuya virtud no hay posibilidad racional de negar sus aportes —aunque, eso sí, los pocos años que tenía el país de vida republicana demandaban inaplazablemente la adopción de las medidas que a Santa Cruz se le atribuyen—. Mas tampoco se puede dejar pasar por alto que el también presidente del Perú, en su condición de Protector de la Confederación Perú-boliviana, no pudo disimular su inclinación por el país vecino al que, durante la vigencia de esa unión, no dudó en dar preferencia en cuanto pudo hacerlo. De todas maneras, fue uno de los mandatarios más destacados de la historia boliviana.
Pero el ejercicio ideal del gobierno se trata de poner en práctica la libertad moral de quien lidera o gobierna, como resultado del poder de su razón, dominando sus ímpetus y subordinando los imperativos del simple y a veces traicionero instinto. Y si José María Linares no hubiera accedido a la Presidencia mediante una ruptura del orden constitucional, declarándose dictador en una curiosa combinación con un régimen a su mando que gobernó con inflexibilidad, pero con una rectitud pocas veces vista en Bolivia, se habría situado en el pináculo de los que el país añoraría tener una emulación en algún otro gobernante.
Todavía la truculenta historia nos guarda el paso de un presidente que en la década de los 60 del siglo pasado tuvo virtudes éticas. De ese gobierno, pese a mis primeros años de vida en ese momento, recuerdo su fin, con el golpe de Ovando, para variar.
Hubo, sin embargo, quien, desde una óptica muy mía, reunió todas las virtudes que un estadista debe tener: Antonio José de Sucre, a quien el título de mariscal le quedó insuficiente a causa de sus méritos; por ello a su mentor, al Libertador, no se le ocurrió mejor idea que consagrarlo como Gran Mariscal. Él fue, sin duda ninguna, el presidente que todo país civilizado aspiraría a tener entre su galería de hombres notables.
Sucre, a quien ni siquiera los hombres destacados —que los hubo— aspirarían a opacar su brillo en sus dotes morales y de nobleza, tuvo que lidiar con las deslealtades, traiciones y bestiales egoísmos de una legión de intelectuales y militares que fueron el signo que marcó la vida del gran estadista y humano, de mente fulgente y alma inmaculada.
Sí: Bolivia, en su alborada, tuvo la oportunidad casi casual de tener como cabeza a un militar tan joven como egregio y de una estirpe que raras veces procrea el género humano. Generosamente cambió el dulce amparo de su familia para vivir la cruel experiencia de actitudes que fueron hijas de la envidia; de él sí se puede decir que, con la generosidad de su alma y la majestad de su inteligencia, ofuscó no solo a cuantos como reptiles venenosos lo rodearon, sino a cualquier otro personaje o presidente de la dilatada lista de mandatarios que siempre con sombras nos gobernaron. Aquel hombre que alcanzó la cima de las virtudes, el legislador y el pacificador sin paralelismos, fue el mejor presidente de Bolivia.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.

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