Al salir de una escuela, tres niños discutían sobre lo que cada uno quisiera ser “cuando sea grande”. Pasado el tiempo y encontrados nuevamente los tres, resurgió el mismo tema, pero con la diferencia de que ninguno de ellos llegó a concretar su ambición de niño: uno quería ser abogado; otro, dentista; el tercero, contador. Todos se mostraban satisfechos; pero sin haber alcanzado lo que habían querido.
Son deseos que muchos, siendo niños, hubiésemos querido realizar, sin embargo, muy pocos llegaron a ese propósito. Lo importante es estar bien, tener una familia, una profesión y contar con un hogar y una esposa amada. ¿Cuántos no lograron concretar lo ansiado, con rumbos diferentes, pero todos con el deseo de que se viva en paz, que no haya más guerras, que la familia esté bien? Finalmente, no quisiéramos tener motivos para quejarnos de nuestra vida. ¿Qué ocurre con aquellos que no lograron alcanzar sus metas? Viven frustrados, angustiados y esperando una familia que no llega, ni un trabajo digno que cada uno querría y por muchas causas más no existe contento alguno; protestan constantemente y hasta claman por remedios contra su “mala suerte”, cuando para su situación actual también han hecho su parte.
Lo triste y doloroso es que el mundo no cambia, que siguen las peleas y diferencias, que la familia no está bien, que la esposa se fue, que murieron los padres; en fin, son días de lágrimas y dolor. Por ello, ¿debemos pedir que Dios lo cambie todo? Pero lo principal es cambiar uno mismo y lograr lo que nos propusimos. No dejemos que solamente el tiempo haga su parte, sin aportar algo, demostrando falta de fe y esperanza.
Cada individuo tiene que cambiar, y cuanto lo haga modificará varias cosas, porque habrá puesto algo de sí, dejará de esperar todo de los demás, sin aporte suyo que merezca ser calificado dignamente. ¡Habrá cambios cuando cada uno haya trocado sus defectos por virtudes y cualidades!