sábado, septiembre 28, 2024
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Zanganería en el cubo negro

La Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP) cuenta con 130 diputados y 36 senadores. Es decir que en total existen 166 asambleístas en funciones, cada uno con su respectivo suplente —el cual debe trabajar una semana al mes, mientras el titular descansa— y su concerniente asesor (y en algunos casos, también con chofer). Cada uno de los 166 asambleístas —que trabajan solamente de martes a jueves, tres semanas al mes— percibe un salario de más de 21 mil bolivianos (sin contar los descuentos que puede hacerle su partido); el suplente, que es una especie de “perkins” que entra en funciones cinco días al mes solo para justificar el salario, percibe más de 7 mil. El trabajo del asambleísta boliviano es monótono, poco creativo; normalmente consiste en vociferar eslóganes a viva voz en el hemiciclo de la asamblea y brindar alguna conferencia de prensa en las inmediaciones de la Plaza Murillo, mientras su asesor, que gana casi lo mismo que el suplente, elabora el papeleo de los pasajes de avión (para ir y venir desde su región), redacta alguna misiva para solicitar activos fijos para la oficina o escribe alguna solicitud de permiso para que su jefe se ausente. Quienes quieren salir de ese tedio rutinario se atreven a hacer alguna otra cosa más: quizás algún homenaje camaral, alguna audiencia con algún embajador o alguna entrega de regalos a gente pobre, entrega que, obviamente, es anunciada en sus redes sociales (¿para qué hacerla si no?).
El lector seguramente ya deduce que el Estado boliviano gasta un dineral en la manutención de estos funcionarios que, según las reglas de la democracia, representan a los ciudadanos que fueron a votar por alguno de los partidos en las elecciones. Empero, aparte de ellos existe una masa parasitaria particularmente grande, la cual no es visible a los ojos de los medios de comunicación ni, mucho menos, a los de la ciudadanía que vive apartada de los asuntos políticos. Me refiero a los cientos de burócratas que, por ensuciar papel con tinta, reciben salarios nada insignificantes. Según la escala salarial actualmente publicada en la página web de la ALP, los ujieres, por ejemplo, ganan cerca de 4 mil bolivianos. Ahora bien, ¿está mal que los ujieres ganen ese elevado salario? En absoluto. En Singapur o Arabia Saudita, por ejemplo, un ujier vive desahogadamente, como un médico o un profesor. Lo que está mal es que los ujieres del Palacio Legislativo boliviano ganen tan bien, pero no haya empleos para los profesionales liberales, la economía nacional presente tan malos síntomas y gran parte del dinero se siga derrochando o yendo en corrupción.
Toda esa masa burocrática está en un inmueble que es un insulto al aspecto urbano del casco viejo, a los pobres y a quienes se esfuerzan por sobresalir y, sin embargo, no encuentran una fuente de trabajo en el mercado laboral boliviano: el edificio nuevo del Palacio Legislativo, un cubo negro que parece flotar en el cielo paceño. ¿Está mal que los políticos se construyan un nuevo palacio para estar más cómodos? En general, no, mientras no pertenezcan a un país de tercer mundo en el que miles de familias deben raspar la olla diariamente para comer. Es que la mejor tajada del pastel, salida de un horno llamado renta petrolera, se la gastaron los políticos en mejorar la vida de ellos mismos, y no en la ciudadanía, que es la que infla el fisco y realmente trabaja.
Hace unos días, unos estudiantes universitarios, en el momento en que hacíamos un análisis de la realidad del país en el aula, manifestaron sus deseos de salir de Bolivia para no volver más. Era comprensible. Y es que las migraciones no se dan más que por insatisfacciones que provoca un escenario o contexto en sus moradores. ¿Pero dónde está el problema? ¿Cómo se debería comenzar a cambiar este escenario? Corrupción, justicia podrida, mediocridad hasta en el último vericueto de las instituciones… ¿Por dónde empezar para transformar esta sombría realidad? No lo sé. El universo de cosas que están mal en Bolivia es tan grande que uno ya no sabe por dónde se debería comenzar a operar transformaciones seguras.
Quizás un primer paso sería eliminar la zanganería estatal, achicando drásticamente las instituciones públicas imprescindibles y eliminando aquellas que no sirven para nada más que para adelgazar la hacienda pública, lo cual ya sería de por sí muy difícil, ya que ello supondría el despido de miles de burócratas que se acostumbraron a vivir del Estado tecleando detrás de un escritorio. Los problemas son estructurales, de mentalidades, y no van a solucionarse con medidas-parche, pues lo que hacen éstas es agrandar más el Estado o embutir más el salchichón del cuerpo normativo boliviano.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.

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