miércoles, julio 17, 2024
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Santísima María, intercesora por excelencia

Hoy estamos en el primer día del mes dedicado a María, la madre de Dios. Durante la época medieval, el 1 de mayo era considerado como el apogeo de la primavera, algo así como en nuestra época conocemos como la canícula, pero en realidad la costumbre de honrar durante este mes a la Virgen se remonta a la Antigua Grecia, donde se prestigiaba a Artemisa, diosa de la fecundidad. En la Antigua Roma, el mes de mayo también se veneraba a Flora, diosa de la vegetación, para pedir su intercesión.


La grandeza de la mujer más perfecta creada por Dios hizo que la Iglesia católica también adoptara este mes como el destinado a su veneración por su condición de madre también nuestra, en virtud del parentesco adoptivo que nos hace hermanos de su hijo.
En medio de las virtudes exclusivas de que la Virgen María goza, como su concepción inmaculada —que la exime de cualquier posibilidad de pecado, incluso del pecado original—, su maternidad divina, su virginidad perpetua y su ascensión al Cielo, reconocidos como dogmas de fe en relación con ella, está su condición de intercesora entre los creyentes y Jesucristo.
Uno de los principales obstáculos que separan a los cristianos protestantes de los creyentes católicos, es precisamente el desacuerdo sobre las virtudes de la que dio a luz al Mesías. De hecho, los primeros, incrédulos respecto a la maternidad divina de María, descartan cualquier posibilidad de que ella pueda interceder por sus hijos. En consecuencia, muchos católicos alguna vez fueron interpelados por seguidores de sectas evangélicas sobre por qué tendríamos que rezar a María. La respuesta es simple, pero antes de exponerla, no basta tal y como los detractores de la condición intercesora de María, entiendan que la Biblia no autoriza a pensar que ello fuera posible. Y es probable que sobre una lectura segmentada, parcial y hasta parcializada, la que dio vida terrenal al Dios-hombre no merezca tal atributo. Pero la Palabra es un todo indivisible, de manera que sacar conclusiones de lecturas fragmentarias darán por resultado interpretaciones incorrectas.
Y ahora sí: ¿por qué tendríamos que rezar a María? Pues porque ella no solo es Santa, sino Santísima, al hallarse por encima de todos los santos, y cuando hablo de santos me refiero a todos los que han alcanzado justificación, así como a los declarados oficialmente mediante la canonización de la Iglesia. Y porque su influencia sobre Jesús es tanta, que apenas se halla por debajo de la Santísima Trinidad.
Y ¿por qué debemos creer que es la intercesora por excelencia? La respuesta es que, como ella misma profetizó (Magnificat), “…todas las generaciones la llamarán bienaventurada”. Según la sesgada interpretación bíblica de la multiplicidad de sectas que hay en el mundo, los cristianos no tienen necesidad de recurrir a María para que interceda por las necesidades de los afligidos, pero, por sobre todo, la Madre de Dios tampoco es poseedora de la virtud de mediar entre los hombres y Jesucristo. Nada más falso; primero porque en toda comunidad cristiana, pero muy especialmente en la protestante, una práctica común es la oración de intercesión por los demás, que, aunque se la hace por cualquier miembro de la iglesia, son con preferencia los pastores quienes piden a Jesús para la sanación espiritual o corporal de otros. Esa práctica en principio no solo es compartida por la ritualidad católica, sino correcta desde la óptica cristiana.
Pero si simples mortales como son los pastores evangélicos o los sacerdotes católicos, y más aún los laicos y feligreses, pueden interceder por otros, ¿tiene algún sentido negar esa capacidad a la Madre de Dios? ¿Es que acaso el pasaje de las bodas de Caná, en que a Jesús parece no importarle que el vino se haya acabado y con él la fiesta, y a María tampoco el que no haya llegado la hora de Jesús para manifestar su divinidad, porque de todas maneras el Hijo se rinde al deseo de su Madre para reponer el vino ya bebido, tiene algún parangón en la historia humana? Ese hecho no solo prueba que la por siempre virgen pudo doblegar la inicial indiferencia de Jesús en un acto que quizá sea el único en que el Hijo del Hombre cambió de parecer por el solo pedido de su madre, sino que la oración de cualquier madre es, como dicen los creyentes, poderosa, pero por sus virtudes y llenura de la gracia divina no puede ser menos que poderosísima.
Por eso es que orar por los demás es un acto de piedad cristiana, pero nada puede haber mejor que pedirle a María, bajo cualquier advocación, que interceda ante Jesucristo por sus hijos. No esperemos milagros de ella, pero una historia real de aparición de la Virgen enseña que ante la pregunta de un muchacho sobre si ella podía sanar a los enfermos, ella le contestó: “No, yo no puedo, pero mi hijo sí; ¿quieres que se lo diga?”.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.

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