sábado, julio 27, 2024
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La ausencia de cualquier tipo de violencia

Francisco Arias Solís

Parte II

Las armas están moldeando la conciencia humana mediante lo que puede denominarse la cultura armamentista, basada en el fetichismo del arma, o más, propiamente, de los sistemas de armas avanzados. El armamento ha penetrado en el propio proceso de “producción cultural” y, al mismo tiempo, es producto de múltiples formas de actividad cultural.
Así las cosas, un proyecto de cultura de la paz ha de resaltar el principio según el cual la solución de los conflictos no ha de estar inevitablemente ligada a la fuerza de las armas.
La mitología belicista sobrevive, en parte, gracias al funcionamiento de un mecanismo patológico denominado sobrepercepción de las amenazas. La distorsión de lo que se ve, se percibe o se analiza permite establecer unos mecanismos de defensas sobredimensionados, a partir de un previo sobredimensionamiento de la amenaza, estableciendo una espiral que, en la cultura armamentista, incide en la perpetuación de la carrera de armamentos.
La cultura belicista y violenta tiene, es justo reconocerlo, sus actores protagonistas. Él género masculino tiene, en este caso, una responsabilidad importante en cuanto elemento dominante en la formulación, reglamentación y control de formas culturales opuestas al logro de la paz y de la justicia social.
Una cultura de la paz habría de asumir el riesgo de promocionar el aprendizaje de la desobediencia hacia tabúes, normas arcaicas y órdenes injustificables hacia la propia conciencia. Si la desobediencia puede equivaler a irresponsabilidad en determinadas circunstancias, puede ser virtud si se ejerce responsablemente y con conocimientos de su repercusión. Esto presupone, también educar para el conflicto, o más propiamente, para la resolución de conflictos, lo que implica una educación que desarrolle la conciencia crítica, el conocimiento de los procesos conflictivos, la participación responsable en estos procesos, y el dominio de las técnicas de resolución.
La búsqueda de una cultura de la paz desde un marco geográfico como el nuestro no habría de hacernos olvidar que persisten aún las prácticas que posibiliten la destrucción de otras culturas a través de políticas imperialistas y colonialistas. Una cultura de la paz ha de reconocer y respetar el intrínseco de todas las diversas identidades culturales nacionales e internacionales.
Finalmente, parece evidente que cualquier discurso sobre la cultura de la paz habrá de vitalizar lo popular –en el sentido de proximidad a la persona individual– frente a lo estatal: una defensa de los pueblos, en vez de una defensa de los Estados; un sistema de derechos de los pueblos, frente al imperativo de las “razones de Estado”. Se trata, en definitiva, de plantear un proyecto alternativo que posibilite el reencuentro del ser humano con su entorno social, político, económico, tecnológico y ambiental, en términos de equilibrio y exento de opresión. Y como dijo el poeta: “¡Paz, paz, paz! Paz luminosa. / Una vida de armonía / sobre una tierra dichosa”.

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