Varios son los semáforos que suelo encontrar en mi traslado mañanero de casa a la universidad, los cuales se encargan de avisarnos en silencio si podemos continuar, detenernos o avisarnos que pronto tendremos que parar, siendo mejor que no me apure, porque está al caer la “roja”.
Este último color es asociado al peligro, la guerra, la energía, la fortaleza, la determinación, así como a la pasión, al deseo y al amor; recomendado para encaminar a las personas a tomar decisiones rápidas durante su estancia en un sitio web. Por otra parte, vinculado por investigadores de las Ciencias Médicas, nos indica que el rojo mejora el metabolismo humano, aumenta el ritmo respiratorio y eleva la presión sanguínea. En el caso del semáforo, por su alta visibilidad, en el minuto que estoy detenido y prácticamente abstraído, suelo revisar mentalmente mis prioridades una vez que llegue al trabajo y en muchas ocasiones me suele suceder lo siguiente:
Soy despertado bruscamente por un claxon o pito por alguien apurado o tal vez un gentil conductor indicándome que ya cambió la luz a verde; qué decir en aquellas avenidas de tres carriles, donde el de la izquierda es solo para doblar a la izquierda, y que motoristas, taxistas, hasta buseros muy imprudentes, osados, peligrosos, ¿asesinos en potencia?, utilizan como vía de escape, amagando con doblar y realmente dan un giro hacia el carril que usted ocupa, rozando a nuestro amigo el semáforo, el cual nos señalizaba otra “orientación”.
Para colmo, a veces caes en la tentación (no justificable, ya que pasarías a la categoría de infractor) de hacer lo mismo, cuando aprecias que no son uno, sino hasta tres y cuatro vehículos que no respetan el alto y parece ser que usted es la persona que atrasa a los apurados.
¿Qué hacer?, ¿sumarse a la indisciplina?, ¿permitir que los infractores te juzguen como “baboso” por respetar las leyes del tránsito? No hace mucho, casualmente, al ser el “caminito” siempre el mismo, a unos 50 metros aproximadamente, buscando cuál era el color que me esperaba, acercándome al semáforo y no logrando visualizarlo, ello me trajo confusión.
¿Acaso se habrá marchado “cansado” de que se burlen de él, que pocos le hagan caso, dada la desventaja de no poder silbar o que desde sus entrañas se extiendan dos brazos adicionales, que le indiquen al conductor: ¡ALTO!, no ves la ROJA?
Se notaba el espacio vacío, donde debía estar, simplemente no estaba. Cuando me acerqué, a la izquierda, allí yacía inclinado sobre un costado en señal de dolor, donde nada indicaba, ningún parpadeo de luces, todo a oscura y a sus pies una camioneta, que se resistía a cumplir la Ley de la inercia. Al parecer el accidente había ocurrido minutos antes, donde uno de los integrantes del vehículo, aún algo aturdido, revisaba los daños del móvil, ¿y del pobre semáforo?
Para nada era un simple objeto, sin vida, más allá de haberle causado la muerte. En la noche al regresar, aún permanecían las consecuencias del accidente: vehículos que con cierta precaución se detenían y poco a poco cedían el paso o no, ante la ausencia de quien hoy posiblemente esté tirado en el patio de alguna estación de policía.
El autor es Licenciado en Ciencias Pedagógicas.