miércoles, septiembre 4, 2024
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La justicia de Goni: saltar del fuego para caer en las brasas

No es novedoso, y por ello tampoco necesario, hablar del desastroso sistema de justicia que impera en el país. Lo hicieron hasta el cansancio los que tienen que ver con el ámbito de su administración y los que saben de derecho. Pero quienes verdaderamente sufren las consecuencias de esa especie de maldición constitucional son los que, con motivos o sin ellos, cayeron en las garras de ese monstruo que devora la moral, la ética, la conciencia y la equidad.
Algunos analistas hablaron también de la nefanda forma de ejercer la que debía ser la más noble función humana: dar a cada cual lo que le corresponde (porque eso es la justicia); pero lo que la hace execrable es el insólito mecanismo de elegir a su cabeza. Más que insólito, es inicuo, en tanto cualquier ciudadano, no importa que haya delinquido o que se le acuse injustamente de haberlo hecho, está en manos de un sistema servil a los poderosos o que es sirviente del dinero.
Nuestra justicia, a lo largo de la historia colonial y republicana, no ha podido sobreponerse a esa especie de inclinación connatural a la abyección. Épocas más, temporadas menos, pero presumir de un sistema judicial recto siempre fue una quimera. Porque la permanente entelequia de la justicia ha sido refrendada por un sistema constitucional de elección de magistrados del máximo nivel de la judicatura inaudito. Designar a los máximos agentes de la jurisdicción mediante voto universal es, sencillamente, el corolario de un objetivo —logrado— de monopolizar solo para el correligionario del juez o para el millonario justiciable la posibilidad de obtener una tutela judicial.
Actualmente existen buenos jueces. Algunos son excelentes. Pero éstos son un mínimo porcentaje, especialmente cuando hablamos de la justicia penal, debido a que la magistratura es un apéndice de los asambleístas nacionales del oficialismo o de los ministros del Ejecutivo, cuya influencia alcanza, por supuesto, a los jueces de menor jerarquía en las cortes departamentales de justicia.
Todo lo anterior es desolador. Pero la propuesta del expresidente Sánchez de Lozada, independientemente de su pasado político y de todo cuestionamiento a su lóbrego gobierno de 2003, de una nueva CPE en lo referente al Poder Judicial es simplemente impresentable. El capítulo II del Título Quinto prevé que el presidente de la Corte Suprema de Justicia será nombrado por el presidente de la república, lo que de principio desahucia cualquier posibilidad de contar con una justicia proba. El máximo juez del país y su inclinación inevitable a retribuir la gentileza de su nombramiento nos pondrían ante el adiós definitivo de un proceso justo, sobre todo cuando a la jurisdicción deban estar sometidos los contestatarios al gobierno, o los supremos sean adversarios políticos del Ejecutivo, considerando la propuesta duración de al menos treinta años.
La propuesta de que los catorce ministros deben ser nombrados por el presidente del máximo tribunal con la aprobación del presidente de la república tiene que obedecer a algún error de sus asesores o a alguna copia —que por lo demás el proponente la admite— de algún país altamente civilizado, porque solo pensar en ese sistema de nombramientos pondría a Bolivia en un hoyo que sumiría a la justicia boliviana en nivel inferior al de Venezuela.
Así, pues, hay una diferencia abismal entre reconocer la igualdad formal de todos ante la ley estableciendo la aplicación uniforme de las normas que, de acuerdo con una ficción del derecho, se reputa conocida por todos, y establecer la obligación del Estado de proveer la asistencia jurídica con el objeto de asegurar que todos los habitantes conozcan sus derechos y puedan accionar los mecanismos lícitos para asegurar su debido ejercicio.
En ese sentido, plantear el acceso a la justicia como garantía indispensable para el ejercicio libre de los derechos reconocidos por tratados internacionales, Constitución y leyes, y para el ejercicio mismo de la ciudadanía, requiere erigir bases sólidas —y con más urgencia en una sociedad tan heterogénea como la nuestra— como para sugerir un sistema de nombramiento de magistrados al máximo tribunal de manera tan soñadora, como Goni hizo. Ante la hipótesis de su aplicación, estaríamos ante un consorcio constitucionalizado de poderes del Estado.
Está claro que Bolivia necesita una reforma constitucional en materia de justicia, porque el Estado tiene obligaciones: la de abstenerse de realizar acciones que dificulten —como ocurre hoy— el acceso a una auténtica justicia y la de tomar acciones que garanticen el efectivo acceso a la justicia de todos por igual.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.

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