lunes, septiembre 30, 2024
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J.W. Evans y J.E. Morales ¿hermanos del destino?

Juan José Anaya Giorgis

Cuando el Dr. John William Evans, con el grupo que dirigía en su misión de exploración a Caupolicán, o la cuenca del Río Beni, en 1902, ascendió hasta la cumbre de los empinados cerros, en cuyas faldas yacían los caseríos edificados alrededor de la “célebre” misión franciscana de Tumpasa, quedó muy impresionado. Más tarde escribiría: “vimos al bosque de los llanos amazónicos centrales frente al pueblo, su amplio y uniforme horizonte ininterrumpido, extendiéndose a través de un semicírculo de casi 40 millas, presentaba, a primera vista, un sorprendente parecido con el mar abierto”.

Podríamos imaginar cómo habría sido aquella visión, durante los momentos previos a la aparición del sol sobre la curvatura de la tierra. Entonces, la densa humedad, ascendiendo a la región etérea desde los suelos boscosos, presentaría un sorprendente parecido a sobrevolar un océano de nubes, disipándose, minuto tras minuto, sobre las copas de los árboles más altos entre los tonos purpúreos, naranjas y amarillos que irían adquiriendo con los primeros rayos solares atravesando su efímera sustancia.

Con algo de suerte, podríamos descubrir, mimetizado en la neblina, algún árbol trasmutado en nube, volver palpitando a su lugar en el mundo y recobrar su forma original. Tal vez como lo narró Alejo Carpentier, en su notable novela: En el Reino de este Mundo –y yo estoy seguro que sí– los árboles tienen su propio lenguaje y algunos hombres o personas, de aquellos tiempos antiguos, lo sabían y hablaban con ellos. ¿Por qué no podrían viajar, de esa manera, por ejemplo, con la protección de la oscuridad de las noches sin luna?

Y esto no es un decir improvisado. Antiguamente, muchos originarios de la amazonia, hoy boliviana, veían a ciertas especies arbóreas como a sus hermanos, confiriéndoles poderes mágicos. Incluso, todavía podrían existir gente y árboles, con esas cualidades habitando en el Territorio indígena y parque nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS).

Por supuesto, en nuestros tiempos, el paisaje amazónico de Bolivia presenta un aspecto muy distinto. Para comenzar, el bosque prácticamente ha desaparecido de las amplias extensiones y horizontes ininterrumpidos que fascinaron a Evans frente a Tumpasa, habiendo ocurrido aquello sobre todo durante el último siglo, es decir, a partir de la misión Evans (1901-1902).

No es casual. Ya lo hemos escrito y con la paciencia y el perdón de quienes ya lo leyeron vamos a reiterarlo: Evans y su equipo debían buscar los recursos naturales con potencial económico de Caupolicán y estudiar la vialidad terrestre y fluvial más efectiva para externalización ultramarina, como también las condiciones meteorológicas y medioambientales de la región y los hábitos y conductas de las tribus “salvajes”, sobre todo aquellos reactivos a la presencia del “hombre blanco”.

¿No es curioso? Evans, se embriagaba con la belleza natural de Caupolicán, siendo al mismo tiempo el portador de su apocalipsis. De ese modo, nuestro expresidente ¿no es una suerte de Evans, pero para el caso del TIPNIS? La destrucción del TIPNIS mediante la apertura de una carretera surcando su corazón, apuntando a la explotación capitalista de sus recursos naturales, o su preservación, como reservorio natural para las generaciones futuras, impidiendo el trazado de la carretera, constituye, a mi parecer, una decisión, ante todo, concerniente a sus habitantes originarios. Al fin y al cabo, nosotros ya hemos destruido bastante.

 

El autor es economista.

llamadecristal@hotmail.com

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