En esta pugna de supremacías, la opresión está a la orden del día y vencer pasa a ser sinónimo de destruir, creando un escenario de contiendas, disfrazadas de lenguajes reivindicativos con raciones de espíritu egoísta.
A poco que nos adentremos en nuestros recuerdos, observaremos que lo más fácil es romper y destruir. Los héroes, como Nelson Mandela, son los que firman la paz y se reafirman por lo armónico. Indudablemente, cada ser humano tiene la lucidez y el compromiso de forjar un mundo más poético, donde predomine la cultura del abrazo sincero y la palabra auténtica. Realmente nos falta corazón y nos sobran intereses mundanos, que todo lo contaminan y corrompen de dominaciones y esclavitudes; mientras la pobreza, el hambre y la desigualdad no hacen sino aumentar cada día. Los países se ven asfixiados por la deuda. La gente se siente ahorcada por la inhumanidad de los poderosos. Todo se mueve en la injusticia y el desorden; cuestión que debe hacernos repensar, para que se produzca ese ansiado avance benefactor, más allá de la procedencia, nacionalidad, color o religión. Será bueno, por consiguiente, que otros poderes, ya sean de gobierno o económicos, respeten la independencia judicial y se abstengan de quebrantar su autoridad.
En esta época de fuertes turbulencias mundiales, hemos de estar en alerta continua, para destronar de nuestra mirada este ciclo aparentemente interminable de violencia, impunidad y venganza. La solución a todos estos problemas está en nuestras manos, tenemos que redoblar los esfuerzos y no desmoronarnos con la pasividad. Es cuestión de ponerse en acción, de trabajar conjuntamente en la reconstrucción de un orbe equitativo y libre, inspirado en los derechos humanos y en su espíritu de humanidad, dignidad y justicia. Muchos de los Estados, se han convertido en estadios de fuerte oleaje de crímenes, por lo que es más necesario que nunca es que la comunidad internacional intervenga, sobre todo para proteger a la ciudadanía más vulnerable. La evolución de este globalismo, para nada nos ha hermanado, lo único que ha hecho es favorecer a los más fuertes que se protegen a sí mismos. Ya no hay linaje ni familia y los corazones se han empedrado hasta el cauce del tormento; en parte, por no enfrentarse a los destructores efectos del imperio del dinero.
El delirio es mayúsculo. En esta pugna de supremacías, la opresión está a la orden del día y vencer pasa a ser sinónimo de destruir, creando un escenario de contiendas, disfrazadas de lenguajes reivindicativos, con raciones de espíritu egoísta. Verdaderamente, se ha mundializado un descarte, el de nuestra propia existencia, hasta el extremo de que nos hemos hecho insensibles con la propia vida humana. En realidad, lo aislamos todo, dejamos de acompañarnos, y trabajamos modelos que nos explotan como jamás e incluso nos trituran. Estas situaciones de tensión, que se vienen multiplicando en muchos pueblos, están generando una falsa seguridad mantenida por una mentalidad de recelo y desconfianza. Ante este desolador panorama, si bien nos cautivan muchos adelantos, no advertimos un rumbo realmente humanitario. Sólo hay que ver, la multitud de niños migrantes que mueren en el mar Mediterráneo a la vista de todos y el mundo los ignora deliberadamente. Olvidamos que la tierra existe para todos, y que el principio del uso común de los bienes creados colectivamente es el primer umbral, un derecho natural que está ahí, en el ordenamiento ético-social.
Sea como fuere, tenemos que dejar de fraccionar y dar continuidad a ese todo que nos pertenece por igual, hacerlo presente, laborarlo como futuro y observarlo a través de nuestro propio enraizamiento vivencial. Por sí mismo, el ser pensante nada es; y ahora, recluido en los dispositivos móviles, lo que acrecienta es la agresividad social. Para colmo de males nos falta escucharnos más y entrar en sintonía con la diversidad, dejar de someternos a las vilezas del poder, que aturden los sentidos, despreciándonos entre si y alejándonos cada vez más los unos de los otros. En consecuencia, lo que urge es pensar y gestar un mundo abierto; y, aunque sea incómodo, hemos de potenciar desde dentro de uno mismo, la altura anímica de una vida solidaria marcada por el amor. Nuestro mayor peligro radica en no querernos, en ser máquinas de consumo y artilugios andantes sin conciencia, en perseguir un porvenir monocromático, cuando es desde la diversidad de lo que cada uno puede aportar, cómo se florece y se hace quietud. Porque la paz real y duradera, solo es posible desde un espíritu cooperante de corresponsabilidad hogareña. Que lo sepamos y lo cultivemos.
Víctor Corcoba Herrero es escritor.
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