domingo, septiembre 1, 2024
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El conde Juan de la Jaille, un movima por adopción

Parte I

 

Los reveses que Bolivia sufrió en su historia han calado hondo en el imaginario colectivo de las generaciones que a esas contiendas les han sucedido. Pese a quien pese, la marcialidad del ejército boliviano casi nunca fue suficiente para defender la integridad territorial.

Pese a que la Francia de fines del Siglo XIX y comienzos del XX vivía una época de expansión cultural y aspiraba a extender sus fronteras a través de su producción intelectual con libros, conferencias, exposiciones, entre otros; en relación a América Latina fue precisamente la latinidad el recurso que utilizó en su discurso, entendiendo que los pueblos que la conforman estaban intrínsecamente vinculados a la cultura francesa, y era cierto… Pero, a pesar de ello, se fue produciendo también una influencia militar que determinó que varios países latinoamericanos contratasen misiones basadas en las tácticas y la ingeniería del ejército francés, y no por nada. Muchos estados de la región acudieron al extraordinario entrenamiento que, durante antes y después de aquella época, Francia puso de manifiesto en los frentes de batalla. Hoy mismo, como miembro de la OTAN, la ex Galia cuenta con uno de los ejércitos más poderosos de la Unión Europea y puede preciarse de ser la mayor potencia nuclear, pero tradicionalmente, el país galo ya tenía supremacía en la región para afrontar guerras convencionales. La victoria de los aliados en la Primera Guerra Mundial, incluida Francia, fue una muestra de ello. Pero antes, entre otros países sudamericanos, Bolivia, durante la presidencia de Aniceto Arce, contrató a la Misión Militar Francesa. Sin embargo, en nuestro país esa asistencia no alcanzó los resultados que el gobierno esperaba, sobre todo por los antecedentes de transformación que varios ejércitos sudamericanos lograron como resultado del profesionalismo militar francés.

De aquella misión que pronto volvió a su país formó parte un hombre de muchas luces, de sangre noble casi tanto como de alma: el conde Juan de la Jaille, que, atendiendo a la invitación del gobierno nacional, se quedó a trabajar junto a Eduardo Varnoux, Rómulo de Peña y Samuel Oropeza. Todos ellos levantaron mapas cartográficos que permitieron, para lo posterior, establecer los límites territoriales con la República Federativa del Brasil. Así, aquel hombre que voluntariamente decidió renunciar a las mieles de una sucesión casi cortesana y al reconocimiento de su título que, a principios del Siglo XX, en Europa gozaba todavía de muchos privilegios, volcó todo el bagaje de conocimientos de que era poseedor para sentar técnicamente soberanía sobre la nueva conformación geopolítica del noreste de Bolivia.

Durante su estadía, en principio presumiblemente temporal, tuvo que recorrer mucho el territorio oriental en condiciones diametralmente opuestas a las que su abolengo le permitía hacerlo en su natal Anjou (Francia). Indudablemente era un hombre que en poco tiempo había tomado cariño por la sabana tropical, que para el grato visitante era un paisaje de ensueño.

Pero aun hubo más. Antes, en 1900, obligado por su trabajo, un espacio cambió su vida para siempre: Santa Ana de Yacuma, la tierra movima que con natural embrujo cautivó al conde apenas éste puso un pie en el verdor de su suelo. Rápidamente las aguas del Rapulo y el Mamoré y el sabor del pescado a la tacuara y el chivé enamoraron al ilustre visitante, y del arte de la guerra que hizo posible haber vencido las distancias geográficas y culturales, hizo gala de sus dotes de seductor. Simplemente supo que estaba en el lugar de las mujeres más bellas que sus ojos hubieran antes visto, para dar paso a ese foco humanista que hizo aflorar sus sentimientos y las experiencias de una nueva nobleza: la plenitud de una faceta hasta entonces escondida, para, en lugar de las hazañas armadas, pasar al primoroso arte del amor. Y de entre todas las mozas núbiles solo una mirada fue suficiente para quedar aprisionado por los encantos de Manuela Roca, con quien apenas seis meses después contrajo nupcias y de cuya unión nacieron seis hijos.

Y pese a que nunca perdió su título, en el conde de la Jaille se produjo algo así como una metamorfosis, porque su prosapia quedó relegada por metas mucho más nobles desde la perspectiva de las concepciones humanas. Las epopeyas de la guerra y el arte de ejecutarla quedaron atrás, porque la guerra siempre tiene algo de ruin, siempre encubre un fin indigno. Y nuestro hombre ahora estaba pletórico de amor y altruismo, mientras progresaba su apasionamiento por el suelo que ya lo había adoptado como un camba más.

 

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.

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