martes, noviembre 5, 2024
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Aquel lejano 5 de septiembre…

Almorzábamos con mi esposa donde una buena amiga en el barrio de Sopocachi en La Paz, cuando recibí una llamada telefónica que me dejó perplejo. Me decían que el avión en que viajaba mi tío Noel, se había perdido, que se temía lo peor por el tiempo transcurrido. Volamos a mi casa para ponernos en contacto con mi madre o mis hermanos, y nada concreto se sabía, aunque se tenía la esperanza de que la pequeña nave hubiera hecho algún aterrizaje de emergencia. Todo se desmoronó al final de la tarde. Se había visto los restos de la avioneta, calcinados, en una pista que estaba en lo alto de la meseta de Caparús o Huanchaca. No se hablaba de sobrevivientes. Era el 5 de septiembre de 1986 y al día siguiente volé a Santa Cruz.

Los pormenores del drama ya son conocidos ampliamente. Hacer un recuento de lo acontecido, en nada aporta que no sea rememorar un hecho trágico. Se supo hasta quiénes fueron los dos sicarios brasileños (sus alias “Miró” y “Balao”), apresados después, que dispararon contra el profesor Noel Kempff, su ayudante Franklin Parada y el piloto Juan Cochamanidis. Todos los detalles del drama yo los oí, directamente, del único sobreviviente del viaje a la meseta donde estaban los mafiosos, el joven científico español Vicente Castelló, que estaba aterrado.

Los asesinatos conmovieron a todo el país porque el profesor Kempff era una personalidad muy conocida y destacada, que había dedicado todo su tiempo al estudio de la naturaleza y a embellecer su ciudad y otras más. No cabe duda, entonces, que no se trató de un crimen premeditado, planificado, porque no existía razón alguna para ello, sino de una fatal casualidad, un desgraciado encuentro con el destino. Los cuatro ocupantes de la avioneta Cessna, sin saberlo, habían entrado en el territorio prohibido de los desalmados narcotraficantes.

Que se hubiera capturado a los dos gatilleros fue una reparación para la familia, pero la esposa y los hijos de Noel Kempff Mercado, no esperaban tanto la aprehensión de los sicarios pagados a sueldo, como la de los infames dueños de la factoría de Huanchaca. Después de los asesinatos del 5 de septiembre de 1986, aquellos personajes que en Santa Cruz hacían alarde de dinero y que eran tolerados por la sociedad, se sumergieron. Esos eran los verdaderos culpables. Pero, aunque la familia suponía sus nombres, no tuvo pruebas suficientes para hacerlos juzgar y encerrarlos durante el resto de sus vidas. La mafia tiene la virtud de guardarse las espaldas, comprando conciencias, como sucede hasta en estos días.

Transcurrieron varios años en que los derrochadores de dineros mal habidos se esfumaron. Hasta que empezaron a salir de sus cubiles nuevamente, y ahora, 37 años después de los crímenes, vuelven a aparecer, insolentes, porque se sienten protegidos. Hoy, ser narcotraficante no es un estigma, como fue después de la muerte de tío Noel. Ahora el narcotráfico es un negocio rentable, inmundamente rentable, que ha perdido toda vergüenza. Hay ajustes de cuentas en todas partes, ametrallamientos entre narcos que nos enseñan algo: que nuestra sociedad va camino del pudridero. Si en Bolivia el narcotráfico se está convirtiendo en una profesión, si hasta existen niños que dicen aspirar a ser narcos cuando crezcan, ya es hora de que algún gobierno le ponga freno a las escandalosas “exportaciones” de cocaína, que, para vergüenza nacional, nos están ubicando entre las más prósperas del mundo en la materia.

Aparentemente están aquí los cárteles más importantes de la droga, aunque el Gobierno lo niegue. Ya se ha confirmado que tanto colombianos como brasileños, principalmente, pelean por el control de la cocaína boliviana para enviarla a Europa y a Estados Unidos. Aunque aparece un viceministro por ahí, bastante tonto, que públicamente afirma que Bolivia no produce cocaína, sino que tan solo es un territorio de paso de la droga que viene de otras latitudes. Hay que estar perdido para hablar semejante disparate. Y esos imbéciles son los que juegan al gato y al ratón con el narcotraficante uruguayo Marset, a quien no pueden cazar, y que, sobornando generosamente, le toma el pelo hasta al propio Ministro de Gobierno. Justo en estos días en que se recuerda la muerte del científico cruceño, este narcotraficante está haciendo de las suyas en nuestras propias narices, envanecido, comprometiendo hasta a la Policía.

Da mucha lástima decirlo, pero, así como asesinaron al profesor Kempff, así como los cárteles liquidaron al político Luis Carlos Galán en Colombia, al fiscal paraguayo Marcelo Pecci, como en Ecuador mataron al desafiante candidato Fernando Villavicencio, como han ejecutado a tantos otros, nuestro país tardará en reaccionar ante los narcos, sino sucede algo grave, un asesinato que conmueva nuevamente a los bolivianos, que es lo que mucha gente piensa. Sólo las grandes desgracias hacen recapacitar a los ciudadanos, aunque roguemos porque en Bolivia no vuelva a acontecer.

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