Se acerca la Navidad, y con ella la aparición de bellos ornamentos navideños con lucecitas parpadeantes. Los centros comerciales se visten con sus mejores galas para atraer a potenciales clientes. Se dice que es la época más feliz del año, pero las personas andan como locas comprando regalos y haciendo planes para la cena navideña. Así entre aguinaldos y campañas solidarias, pasa el mes de diciembre, mismo que tiene como único rey indiscutible a Santa Claus. Y es que casi todo lo referido a Navidad está ligado a esta figura regordeta vestida de rojo o de azul –dependiendo de la compañía refresquera a la que represente– y a su famosa risa jo, jo, jo.
Lo triste de esto es que el ser humano por su afán progresista y laicista poco a poco ha convertido la conmemoración del Amor de Dios para con nosotros, en una fiesta pagana, llena de luces e injusticias, ya que más de dos mil millones de personas no tendrán ni agua potable para beber esa noche; mientras unos pocos cenarán picana o pavo, miles de niños morirán de desnutrición. La Navidad se ha transformado en una fiesta laicista, llena de colores, pero vacía en amor.
La Navidad en la actualidad va ligada a Santa Claus, es decir, a los regalos, cambiando con ello la esperanza y el amor de Jesús niño por una alegría y felicidad pasajera. El Amor eterno de Dios hecho carne en su hijo unigénito, nacido en un humilde pesebre en Belén, paulatinamente está siendo olvidado, ya que este Amor requiere compromiso, coherencia, entrega y servicio; en cambio, el jo, jo, jo de Santa Claus solo requiere un poco de egoísmo.
Ojalá no nos visite Santa Claus, para que deje de usurpar el lugar que le corresponde únicamente a Jesús, el Hijo de Dios, para que en Noche Buena no se espere con ansias la apertura de regalos o la comida con brindis, sino más bien se comparta una oración, dando gracias a Dios por Jesús y su vida; ojalá y no nos visite Santa Claus, para que la gente deje de gastar dinero en regalos insulsos e inservibles que a la larga son desechados y sea, en cambio, la solidaridad y la empatía la que reine en nuestros corazones, para que de esa manera bajen considerablemente los niveles de extrema pobreza en el mundo; ojalá y no nos visite Santa Claus, para que la gente no se empeñe en brindar con champagne o refresco de cola, mientras miles de millones de personas no tienen agua potable para beber.
El amor no se mide por la cantidad de regalos, sino por la cantidad de amor que se da y se recibe. El espíritu navideño no se lo refleja con ridículas gorras rojas o disfraces de Santa Claus, sino con la reflexión seria y sincera del alcance de la entrega de Jesús en el pesebre humilde de Belén, para luego hacer carne de este Amor en nuestra propia realidad; como decía la Madre Teresa de Calcuta “hay que amar hasta que duela”. Ese es el significado real de la Navidad.
Mientras exista esta figura regordeta de traje rojo y barba blanca en trineo, con renos voladores, no se podrá vivir una verdadera Navidad. Insisto, ojalá y no nos visite Santa Claus, para que en su lugar sea Cristo el que habite en nuestros corazones y guíe nuestra vida.
El autor es teólogo, escritor y educador.