“Mire profesora, mi hijo, no me hace caso… ¿usted me puede ayudar?”. La frase antes mencionada, que no es primera vez que se me presenta o escucho en la televisión, en las redes, en los barrios, inclusive en conflictos cuyas consecuencias al no ser atajadas a tiempo conllevan resultados nefatos, muestra evidentemente un problema de autoridad familiar.
Posiblemente el primer error de los padres (padre y madre) es haberse excedido en la tolerancia y obviamente se inician los problemas. Y se empeora la situación cuando el padre simplemente asiente, solo afirmando con la cabeza, mientras que la madre es quien pone la cuestión “sobre la mesa”.
Tener autoridad, no autoritarismo, es básico para la educación de nuestros hijos e hijas, por lo que se debe marcar claramente desde un inicio los límites y objetivos, de modo tal que le permitan diferenciar qué es lo correcto y qué no es lo correcto. Entonces, ¿somos acaso los padres, los primeros responsables de no tener autoridad? La respuesta es sí (y posiblemente de forma categórica).
¿Por qué? Cito varios ejemplos: El dejar que el niño se ponga de pie encima del sofá y que, por ser pequeño, no se le llama la atención, por miedo a frustrarlo o por comodidad, es el principio de una mala educación. Si el padre o la madre reaccionan de diferente forma, ante una acción incorrecta del pequeño –lo cual implica una falta de coherencia entre el padre y la madre–, por ejemplo: el padre le dice a su hijo que se ha de comer con los cubiertos, mientras que la madre responde: “Déjalo que coma como quiera, lo importante es que coma”.
¿Otro ejemplo? Cuando se pierden los estribos, ello supone un abuso de la fuerza, que conlleva una humillación y un deterioro de la autoestima para el niño. Además, a todo se acostumbra uno, ¿qué actitud toma el niño, posiblemente? Hacer menos caso. ¿Cómo lograr entonces el equilibrio, para tener autoridad?
Los padres y madres deberán tener los objetivos claros de lo que se pretende lograr, siendo esto la primera condición, sin la cual podemos dar muchos palos de ciego. Estos objetivos han de ser pocos, formulados y compartidos por la pareja, de tal manera que los dos se sientan comprometidos con el fin que persiguen. Requieren tiempo de comentario, incluso, a veces, papel y lápiz para precisarlos y no olvidarlos.
Además, se debe revisar si sospechamos que los hemos olvidado o ya se han quedado desfasados por la edad del niño o las circunstancias familiares. Al niño no le vale decir «sé bueno», «pórtate bien» o «come bien». Estas instrucciones generales nada le dicen. Lo que sí le vale es darle con cariño instrucciones concretas de cómo se coge el tenedor y el cuchillo, por ejemplo. Dar el ejemplo, para tener fuerza moral y prestigio. Sin coherencia entre las palabras y los hechos, jamás conseguiremos algo de los hijos.
Por el contrario, los confundiremos y defraudaremos. Un padre no puede pedir a su hijo que arregle la cama si él nunca lo hace.
Y, por cierto, ¿usted tiende su cama?
El autor es Licenciado en Ciencias Pedagógicas.