“Para que el mal triunfe, solo hace falta que los hombres buenos nada hagan”, es una frase atribuida a Edmund Burke, político británico del Siglo XVIII. Tan sustancial declaración propone imperiosamente que el valor de los hombres buenos debiera ser lo predominante en el orden mundial, porque malos que nunca faltan, son portadores de maledicencia, avaricia, corrupción y, por supuesto, del abuso en el poder. Los buenos son honestos, crédulos, confiados, tanto son así que se vuelven resignados, situación que aprovechan los malos para tejer sus maldades.
Otra expresión más alusiva y directa encara la verdad: “El fuerte es fuerte mientras el débil lo permite”, o como se dice: “el fuerte vive del débil”, vive de sus halagos, adulos y reverencias, realidad relevante, aplicable desde un empleado para con su tenaz supervisor, un grupo para con quien los dirige, una comunidad sometida, o un país con visos de totalitarismo (obstinados mentores de la mansedumbre).
Todo eso puede suceder ante la ausencia de una sociedad combativa y disconforme, que sepa oponerse al sistema establecido, que cuando se siente alienada e insatisfecha con la situación económica, cultural o política en la que vive, no encalle sus añoranzas, por el contrario atice sus ilusiones, emprenda la lucha hasta alcanzar la victoria: imponer sus derechos y conservar la libertad; su dignidad es intocable y ante cualquier amenaza, corcovea, como potro arisco que nadie puede montar, sacude las crines arrogante, desanimando cualquier nuevo intento del impertinente jinete.
Cuando los hombres perversos se asocian (foros, acuerdos, convenios, de similar ideología), los buenos deben coaligarse, “…si no lo logran caerán uno tras otro en un inmisericorde sacrificio, en una guerra que no conoce la piedad”, cuando con sigilo o con descaro son desconocidos los principios de la libertad, donde se invoca el capitalismo de Estado, se sataniza la propiedad privada y la libre elección. Estos principios también han incitado movimientos sociales, políticos y culturales buscando la emancipación, la democracia y la justicia en diferentes países, han sido buenas causas.
En los últimos años el recurso –fruto de esos acuerdos– es cooptar la justicia, envilecerla, y ponerla al servicio de la política, es decir al servicio del mal: incriminar, perseguir, encarcelar sin justa causa, entrampar los juicios, hacer del preso una víctima que sirva de ejemplo y escarmiento.
El mundo ha ido cambiando de fronteras con el cincel de la guerra, la prepotencia de los poderosos ansiosos de poder y de gloria, soberbia interdicta que utilizan para domeñar a sus ciudadanos (abotagados de la humillación y el escarnio); sedientos de señorío y de alcurnia política mal habida, presionan la voluntad ciudadana para prorrogar sus mandatos.
Déspotas y totalitarios, sobre todo en países de menor desarrollo de África y Latinoamérica, como si fueran signados por un embrujo para ser dominados por sus propios gobiernos que agitan la bandera de los pobres y al final hacen muy poco por ellos, porque su verdadero motivo es destruir a los que llaman “ricos”, para acabar queriendo ser como uno de ellos.
Subordinan a los tribunales que sumisos y prosternados son meros amanuenses de lo que dicta el ejecutivo, desvalorizando los altos principios, sus magnos orígenes y la esencia de sus misiones, dictando incongruentes sentencias, ante el desprecio de unos, a vista y paciencia de otros, la aprobación y el festejo de algunos, situación que recuerda lo dicho por la escritora francesa: El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos” (Simone de Beauvoir).
Entonces la sociedad se pregunta ¿somos buenos, pero débiles? ¿Acaso estamos conformes? Respuestas pueden sobrar, aunque no cabe duda que solamente esté viendo, hace falta mirar.
El autor es periodista.