A mi juicio, son tan fuertes las llagas, que deberíamos poner fin a las guerras e inaugurar un futuro de esperanza.
Estamos ciegos. No sabemos aún escucharnos, ni tampoco entendernos. Cada día son más difíciles expedir las recetas, con sus fórmulas magistrales, ante la multitud de golpes que las criaturas, más enloquecidas que pensantes, nos damos entre sí. El uso de la fuerza y del poder está más vivo que nunca. Así, cualquier controversia que pueda surgir, en vez de resolverla por medios pacíficos conciliadores, como puede ser la mediación o el arbitraje, lo basamos todo en las absurdas batallas que nos despedazan el corazón. El caos es tremendo, los daños en las infraestructuras gravísimas y el peligro total. Para nada me gusta esta atmósfera de crueldades, que alimenta el desorden y alienta la inestabilidad, dejándonos tras de sí una escalada de inseguridad manifiesta, con amplias repercusiones en el orbe. A mi juicio, son tan fuertes las llagas, que deberíamos poner fin a las guerras e inaugurar un futuro de esperanza.
Hay muchas desconfianzas. Puede que fiarse de lleno sea desquiciado, pero no delegar en nadie es asimismo una hipocondriaca necedad. Quizás tengamos que despertar, para ponernos en sanación y poder despojarnos del malestar social, que nos tritura el sentido fraterno. No hay otro modo, que entrar en sintonía con los oídos abiertos para no perder ripio y poder hablar con la mirada auténtica, tras ver las crecientes necesidades humanitarias. El colapso socio-económico, nos está deshumanizando. Frente a este inmenso sufrimiento, tanto espiritual como físico, se requieren hospitales de acogida, familias dispuestas a reinventar hogares de concordia, ciudadanos con deseos de conferirse y hacer el bien. En cualquier caso, nadie puede sentirse extraño en un mundo que es de todos y de nadie en particular, debe serlo, promoviendo ese mosaico de abrazos francos, que contribuirá a una relación asistida y resistente a los dramas vividos o hacia aquellos que aún nos queden por vivir.
Esto lleva a quien contempla, con los sentidos abiertos y la mente en pura conjunción de latidos, a que se haga posible la grandeza del encuentro, cuestión que nos permite en lugar de juzgarnos; querernos mucho más, sembrar concordia y unidad. Ninguna guerra tiene sentido, pues. Pasemos página. El mundo no puede cohabitar ni organizarse como un estado salvaje, sino como un espacio de libertad, donde de punta a punta tengamos cabida. Dejemos ya de saquearnos unos a otros. La llamada a quererse para poder amar interpela radicalmente nuestro tiempo, tan proclive a la epidemia indignante de la pasividad, a veces sobre la base de la desinformación, que suele falsificar e instrumentalizar la verdad. Sea como fuere, la seducción está ahí, en nosotros mismos, y entre todos tenemos que contribuir a la apertura de nuevos senderos que permitan el diálogo y la enmienda permanente, allí donde el odio y la enemistad causan estragos.
Ciertamente, del principio al fin tenemos nuestro propio itinerario viviente; y, aunque veamos que multitud de cuestiones honestas se derrumban, el desconcierto debe hacernos repensar sobre las causas y los motivos. Al igual que no en todos los días de la vida resplandece el sol, tenemos que tener el valor y la valía suficiente de percibirnos para transformar las entretelas. El mal está ahí, en cualquier esquina, en nosotros mismos. No caigamos en la rutina de la maldad, tampoco nos acostumbremos a convivir con los violentos males que nos solapan nuestra propia identidad de personas de provecho y de bondad. Prevengámonos del virus. El individuo valeroso siempre encuentra motivo para reconocerse a sí mismo como parte del problema, pues lo más fácil siempre es achacar las inmoralidades e injusticias a los demás. Desde luego, los labios maldicientes son el indicio de muchos pesares. Al fin y al cabo, los bienes son para las personas que saben compartirlos y, por ende, disfrutarlos en familia.
Sin embargo, como nos consta en nuestro interior, el mundo ha sido creado para ser custodiado por nosotros sanamente y recrearnos en su don saludable. Necesitamos, entonces, sumar posibilidades vitales. El ser humano, cultivando con amor esta comunión providencial, ha de convertirse en un poeta de acción. Indudablemente, es la mística poética social, la que nos llena el vacío interior del aislamiento. Además, jamás olvidemos que todas las heridas cicatrizan. Sin duda, las que mejor sabor de boca dejan, son aquellas batallas que se han evitado. Porque, en efecto, una persona que quiere represalia guarda todas sus lesiones abiertas. No considera, para desgracia de sí mismo y de todos, que una vida robustamente vivida, pasa por generar quietud en cada paso. Seguramente, el único manjar que necesitemos llevarnos siempre consigo, resida en el propio brío donante, que es lo que injerta gozo a través de su fórmula contemplativa eterna, de vivir y de dejar vivir enterneciéndonos.
Víctor Corcoba Herrero es escritor.