viernes, julio 26, 2024
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Franco y don Juan Carlos, en el tiempo

Manfredo Kempff Suárez

Parte I

Cuando ya se ha transitado bastante por la vida, y los problemas políticos domésticos producen dolor de cabeza y vergüenza, recordar algunas cosas que se van borrando con el tiempo, es muy saludable. En mi actividad diplomática conocí a muchos personajes importantes, que, desde García Márquez a Mandela, sería imposible enumerar. Pero esta mañana he recordado a dos figuras que no se asemejan en nada, pero que me impresionaron: Francisco Franco y don Juan Carlos de Borbón.
Los jóvenes deben tener una idea muy vaga de Franco y otra muy mediática, de don Juan Carlos. De Franco saben que fue un soldado heroico en África, que lideró la “cruzada” nacional contra la República desatando la Guerra Civil española, y que ejerció el poder absoluto con una implacable dictadura, desde 1939 hasta su fallecimiento en 1975, aunque se le reconoce que inició el despegue económico de España con la gran industria del turismo. De don Juan Carlos, que fue un monarca constitucional, decisivo para salvar la todavía frágil democracia española de comienzos de los 80, pero que cayó en desgracia por participar de una expedición de cazadores de elefantes cuando apareció fotografiado junto a los colmillos de uno de los paquidermos derribados. Poco más se sabe de ambos, salvo de quienes leen los periódicos, ven la televisión o estudian la historia.
A Franco, el Generalísimo, lo conocí cuando era un novel segundo secretario de la embajada de Bolivia en Madrid. La primera vez fue cuando presentó credenciales el embajador y empresario cruceño, Osvaldo Monasterio, en 1969. Recuerdo que debimos alquilar frac todos los miembros que acompañamos a la ceremonia al jefe de misión. Partimos del Ministerio de Asuntos Exteriores en dos carrozas, seguramente del Siglo XIX o anteriores, con hermosos caballos blancos bellamente enjaezados y con mozos de peluca, librea, y zapatos con hebillas. Pero, lo impresionante, era el ruido que producían, atravesando la Plaza Mayor, los cascos de los caballos de la Guardia Mora del Caudillo, de temibles jinetes marroquíes con capas, cascos y lanzas.
Atravesar la sala del trono en el Palacio de Oriente, fue otro momento emocionante. Y luego, una breve espera, en la sala adjunta al despacho del dictador, con retratos de antiguos monarcas. Cuando ingresamos a su gabinete, vi al Caudillo con el uniforme blanco de la Marina y a su lado al canciller López Bravo. El embajador Monasterio nos fue presentando uno por uno a los funcionarios. Yo era el último. Me impresionó que un hombre bajo, anciano, tuviera una mirada tan directa, de halcón, pero, además, que pudiera estrechar la mano con tanto vigor.
Algo similar sucedió cuando, meses después, presentó sus cartas el general Alfredo Ovando, quien reemplazó a Monasterio imprevistamente. Franco vestía el uniforme azul oscuro del Ejército. Su actitud fue la misma; solo emanaba autoridad. No lo vi sonreír. Guardo las fotografías de aquellos días. El protocolo era perfecto, ajustado a los horarios, todo bajo la mirada de su director, el duque de Amalfi, con tantos títulos nobiliarios como el que más. Al concluir la ceremonia, en el gran patio de ingreso al palacio a la vista de la catedral de la Almudena, se interpretaron bellamente los himnos de ambos países.
Muchos años después, ya como el embajador latinoamericano más joven en España, me correspondió presentar credenciales al rey don Juan Carlos, en 1981, y, un poco mayor, en el 2001. Primero, representando al gobierno de las Fuerzas Armadas que, mediante un duro golpe, había evitado el acceso al mando del Dr. Siles Suazo; y luego invitado por Jorge Quiroga, tras la renuncia del general Banzer por su cáncer terminal. Yo no figuraba en los planes de Quiroga, pero, además, le había expresado mi deseo de no continuar en el gabinete.
Con el Rey las ceremonias de 1981 fueron exactamente similares a las de épocas del franquismo. Nada había cambiado en el protocolo.

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