viernes, noviembre 1, 2024
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Franco y don Juan Carlos, en el tiempo

Manfredo Kempff Suárez

Parte II

La tradición seguía intacta. Frac y condecoraciones para el embajador y su comitiva, mozos con librea, y cocheros igualmente ataviados guiando las carrozas que habían sido el transporte regio de los soberanos borbones. Lo único distinto es que ya no se escuchaban los estruendosos cascos de la caballería de la Guardia Mora del Generalísimo, sino los de la Guardia Real montada. Esta vez el embajador que iba en la carroza principal era yo y por supuesto que estaba inquieto y hasta temeroso.
Encontrarse con don Juan Carlos fue inesperadamente cordial. Me sedujo su simpatía, pese a que yo representaba a un régimen dictatorial (éramos una decena de representantes latinoamericanos en la misma situación), justamente cuando la democracia española se instalaba trabajosamente luego de casi medio siglo de dictadura y todavía con amenazas fácticas que el propio Rey en persona tuvo que desbaratar. El ambiente hacia los gobiernos militares era casi de hostilidad en la prensa y círculos políticos, donde destacaba claramente Felipe González en su etapa de apasionado socialista, pero eran venerados Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri “La Pasionaria”, Valentín Gonzáles “El Campesino” y otras viejas figuras de la guerra del bando republicano, perseguidas por el franquismo.
La nota negra de aquel día 15 de enero de 1981, en que asumí como embajador, fue que, en La Paz, en la calle Harrington, paramilitares asesinaban a un grupo de prominentes miristas, entre quienes se encontraba mi querido amigo de mis primeros años diplomáticos, Luis Suárez Guzmán. Quedé profundamente conmovido cuando al día siguiente me enteré del drama. Bolivia se estaba deslizando por un camino de violencia, al parecer inevitable, en el que se continuaba luchando entre la izquierda guerrillera y la derecha cuartelera, aun cuando el MIR ya había optado por la disputa democrática para alcanzar el poder.
Mis aproximaciones al Rey en mi primera embajada en Madrid fueron eminentemente protocolares, pero no por eso aisladas. Saludamos, con mi esposa, a sus majestades en visitas oficiales de jefes de Estado, fuimos invitados al cumpleaños del Rey en los Jardines del Moro en el Palacio de Oriente, y hasta realizamos una visita a Cádiz para el 12 de octubre, día muy celebrado en España, solo los embajadores latinoamericanos. Pasamos por Sevilla, donde nos alojamos en el bello hotel Alfonso XIII, y cenamos espléndidamente, con intelectuales, políticos, príncipes y princesas, en los Reales Alcázares, antiquísimo palacio amurallado, de arte mudéjar y gótico.
En mi segunda gestión en Madrid, de escasamente un año, mi relación con el Rey fue distinta puesto que, el año 2000, don Juan Carlos y doña Sofía realizaron una visita oficial a Bolivia. Por deseo del presidente Banzer, yo, como Ministro de Informaciones y ex embajador en España y mi esposa, oficiamos de acompañantes, de “attachés”, de los monarcas en su breve estadía en nuestro país. Hubo una cena en el Salón de los Espejos de la Cancillería y luego visitamos Potosí, Sucre y despedimos a los reyes en Santa Cruz.
Mi esposa ya había estado en dos oportunidades anteriores con la reina Sofía, como su acompañante; en una de ellas habían subido, montadas en mula, una serranía en Chuquisaca, para visitar a Jesusa, una indígena artesana en telares que la Reina había conocido en Suiza y a la que admiraba y quería.
Esta vez, con los reyes, subimos al Cerro Rico, hasta donde podía hacerse en vehículo. Vimos los “socavones de angustia”. Don Juan Carlos le dijo a la Reina: “Mira, que increíble, hasta aquí hemos llegado”. Se refería, por cierto, hasta donde habían llegado los conquistadores españoles en el Siglo XVI. El alcalde ofreció un almuerzo típico, que yo, boliviano, nunca había probado. Era la “kalapurka”, una sopa sabrosa calentada con piedras hirvientes y además unos cuerillos de chicharrón de cerdo, como láminas, todo del agrado de los invitados. Las visitas a los lugares históricos de Potosí fueron magníficas, como lo serían después en Sucre cuando recorrimos la Casa de la Libertad y el antiguo Palacio Nacional, que fue sede del gobierno hasta la guerra federal.
Pasado el tiempo, cuando cesé en funciones en Madrid, en septiembre del 2002, los reyes tuvieron la amabilidad (no lo hacen con todos) de invitarnos a tomar el té y conversar distendidamente en su recibo íntimo, como muestra de amistad hacia el país.

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