Es popular la anécdota sobre alguien que se quejó por la cantidad de riqueza que Dios le asignaba a Bolivia. ¿Por qué tanto a ese país?, preguntó el disconforme. “Espera a ver la gentecita que le voy a dar”, fue la escueta respuesta del Creador. A la par de las virtudes que tienen los bolivianos, muchos son los desméritos que corren por las páginas de su historia: país propenso a los golpes de Estado, se calcula que fueron 36. No solamente golpistas, varios fueron dictadores, unos y otros ingresaron al Palacio Quemado a costa de sucesos sangrientos; con presos, torturas, destierros, confinamientos; azarosos días en la clandestinidad. Los confabulados, militares en mayoría, unas veces lo hicieron por iniciativa y sed de poder, y otras por encargo, tuvieron —como dice Eudocio Ravines en su libro “América Latina un continente en erupción”– la misión de proteger a la oligarquía, consolidando el dominio de la burguesía minero-feudal.
El tiempo estelar fue entre 1978 y 1982, cuando hubo nueve cambios presidenciales y diez presidentes, ocho de ellos militares. ¿Todo eso fue propiciado por la “gentecita” que nos dejó la voluntad suprema? El período de la Unión Democrática Popular (UDP) resultó ser obra y gracia de la clase política sindical, tal fue la presión e intransigencia de las clases populares, que llevó al acortamiento del mandato, provocaron el desastre de la economía, cuando la devaluación y la inflación alcanzaron niveles extremos. El propio Hernán Siles, víctima renunciante, dijo: “la revolución que no establece el orden perece en el desorden”. El sucesor, Víctor Paz, pronunció aquella célebre frase: «Bolivia se nos muere».
Al retroceder la historia, fulgura a quien llamaron el “Mono Paz”, su aparato de represión, el «Control Político», y el esbirro San Román; la tortura acalló a la oposición falangista, confiscó tierras, e inmuebles, decretó el voto universal y eliminó el pongueaje. Otro golpista de poca fortuna fue Juan José Torres (que derrocó a Ovando Candia, que a su vez dio el golpe a Siles Salinas), militar izquierdista confeso, bajo cuya tutela nació la «Asamblea del Pueblo», algo así como un politburó; respaldó la intervención violenta a empresas privadas y medios de difusión, como inicio para instalar un sistema castro-comunista. Entonces llegó la contrarrevolución, fue en agosto de 1971 cuando Hugo Banzer tomó el poder. Comenzaría otra página lúgubre en la historia nacional: se instaló la dictadura. Fueron tiempos de persecución, particularmente a gente de prensa y a toda persona de quien se decía tener simpatías con Fidel Castro, Mao Tse Tung o el Che Guevara; «purgas» implacables para exterminar a la izquierda. («Plan Cóndor»).
Luis García Meza y Luis Arce Gómez escribieron otra versión de oprobio, cuando el boliviano debía «andar con el testamento debajo del brazo». A pesar del luctuoso capítulo del pasado, gran parte del pueblo perdió la memoria y eligió a Hugo Banzer Suárez, auspiciado por Acción Democrática Nacionalista (ADN).
Fueron pasando los años, golpe tras golpe, en una sucesión de gobernantes excedidos de liberalismo. Hasta que llegó una opción distinta, parecía salvadora. El desenlace fue el MAS, desconcertante desde el inicio, cuando cometió incesto con el Poder Legislativo, empoderó al hombre del campo, organizando los movimientos sociales, corrompió a la justicia; 17 años de gobierno socialista sustentado con viveza criolla, hoy adiposo en su burocracia, anémico en economía, a pesar de lo cual tiene opciones para prolongar su mandato, viviendo una normalidad entre narcotraficantes, contrabandistas, corruptos y delincuentes comunes. Tal laya de ciudadanos entroniza su vigencia ante una sociedad que simula sentirse indefensa. Los 90 gobiernos, 80 presidentes, 19 constituciones y 36 golpes de Estado, ¿será el resultado de cuanto hace, deshace, y no hace la «gentecita» engendrada por voluntad divina? ¿Acaso el sino vino del cielo? Más parece por los hechos –tan reiterados– que nosotros tenemos la culpa.
El autor es periodista.