Desde la infancia aprendemos que nuestro destino depende de una figura extraordinaria, sobrehumana, que vendrá al mundo para salvarnos, pero que lo hará según nuestra obediencia a su voluntad.
Desde el cristianismo pasando por otras religiones veneramos las ideas de sumisión, obediencia y dependencia. Ese es el pensamiento conservador o tradicional que ha sido adoptado por la política.
Así, en nuestra política, los bolivianos no podemos esperar la llegada de un “Mesías”, que no va a llegar, que no existe, porque si existiera y llegara confirmaríamos que seguimos siendo una sociedad si bien no primitiva, sí atrasada, tribal, mal gobernada por seres ignorantes y violentos. Una sociedad que se encuentra alrededor de tribus o “movimientos sociales” coludidos para buscar sus intereses de grupo en detrimento de los intereses de toda la ciudadanía disfrazada de democracia. De una dirigencia déspota disfrazada de democracia. Ello es lo que actualmente tenemos.
El liderazgo mesiánico, tarde o temprano, es autoritario, vertical, celoso, desconfiado, hedonista y arrogante. Basta observarlo en escena. Exige un culto a su personalidad y obediencia sin discusión. Aborrece la crítica, la discusión y el disenso, aunque éstos sean democráticos e institucionales. Imponen su voluntad por la fuerza en vez de usar la persuasión. Los he visto de cerca y con el tiempo no solo les temo, sino los aborrezco. Son una ofensa a la razón, a la decencia, al respeto que nos merecemos todos los ciudadanos por nuestra condición humana.
Contrariamente, el liderazgo democrático es distinto cualitativamente. Aparece cuando las circunstancias lo requieren. No es excluyente ni es permanente. Puede liderar desde la vanguardia, pero también lo puede hacer desde la retaguardia; cede su liderazgo a otros actores circunstancialmente para cumplir un objetivo específico. Distribuye las tareas y responsabilidades entre gente idónea, es estratégico en sus decisiones y seguro de sí. En términos futbolísticos, sería el “volante” del equipo, o el número “10”, que arma, habilita y si es necesario ejecuta en persona la tarea más difícil.
El líder democrático valora las instituciones, las transforma para su desarrollo, las moderniza y las cuida. Mientras que el otro, el mesiánico o autoritario, las destruye porque le obstaculizan, le fiscalizan, le imponen límites, reglas y conductas de tolerancia y respeto al adversario, a quien descalifica, degrada y trata de someter. Eventualmente, éste se torna en líder tóxico para su misma causa y su gente y marcha cada vez más solo, destruyendo lo que tiene a su paso.
Temprano en mi carrera política fui testigo de líderes institucionalistas y/o democráticos. De líderes que trataron de institucionalizar la política y, por ende, la democracia. Y aquellos que habiendo recibido una herencia institucional democrática la perdieron y la destruyeron por completo.
Los nombres los pueden poner ustedes, los lectores, pero algunos ejemplos de líderes mesiánicos son, obviamente, Donald Trump, el israelí Benjamín Netanyahu, el salvadoreño Nayib Bukele, el argentino Javier Milei, de quien aún no sabemos si como presidente electo favorecerá una institucionalidad liberal o no y, desde luego, los dictadorzuelos marionetas del Socialismo del Siglo XXI.
Incluso pueden darse líderes institucionales o democráticos no conocidos, pero que ejercieron su liderazgo detrás de figuras o líderes visibles. El mejor ejemplo que yo conocí fue el ingeniero Roberto Capriles Gutiérrez, un sólido profesional formado en ENDE, la empresa de electricidad mejor organizada en Bolivia de los años 70. Inteligente, sagaz, de trato fino y cordial, él fue una fuerza intelectual en la sombra, antes y durante los años de transición a la democracia. Referido cordialmente por sus colegas de gobierno y gabinete como “Brindisi”, en alusión a un famoso mediocampista del fútbol argentino, Roberto introducía calma y racionalidad a las discusiones de políticas públicas de gobierno. Respetado y admirado, él fue una influencia muy constructiva en el gobierno de Hugo Banzer, como lo había sido anteriormente el general Juan Lechín Suárez. Líderes institucionales en la sombra.
El liderazgo democrático que hoy se necesita en Bolivia es más de principios, carácter, conocimiento y experiencia que de envoltura étnica, de género, geográfica, generacional, estilo o estridencia. Y que tenga además la capacidad de atraer a los mejores hombres y mujeres para construir equipos y redes de excelencia, capacidad y honestidad.
Nuestra crisis política profunda así lo requiere.
El autor es profesor, exalcalde y exministro de Estado.