La imagen de un Dios crucificado y humillado continúa desafiando la comprensión humana, incluso después de veintiún siglos. Es desconcertante pensar cómo alguien que se autodenominaba el Hijo de Dios acabó pereciendo en una cruz, equiparado a un simple y vil ladrón.
La locura de la Cruz persiste como un enigma para aquellos de corazón frívolo, quienes anhelan un Dios poderoso y vengativo. Anhelan un ser divino capaz de erradicar de un solo golpe toda maldad y pecado en el mundo, castigando severamente a aquellos que osen desafiarlo.
Esta concepción de un Dios de poder y venganza lleva a muchos creyentes a desestimar la Cruz, enfocándose en un Dios distante, abstracto, y castigador, que emerge victorioso ante cualquier desafío. Sin embargo, la locura de la Cruz nos enseña todo lo contrario.
La Cruz revela a un Dios humilde, cercano y misericordioso, cuyo sacrificio enseña que el amor más grande es aquel que entrega la vida por los demás. La derrota aparente en la Cruz se transforma en victoria y vida, desafiando el falso triunfalismo del Mesías guerrero, distante, y vengativo. En la Cruz se manifiesta la grandeza y misericordia divinas. Sin ella, sería imposible alcanzar la gracia de la vida eterna y nuestra propia existencia carecería de sentido. La Cruz encapsula el amor perfecto y eterno de Dios hacia la humanidad.
A pesar de los siglos transcurridos la locura de la Cruz sigue siendo un enigma para una humanidad auto referencial. Sin embargo, su relevancia y necesidad persisten, esperando que la humanidad permita ser salvada por ella.
La racionalidad humana lucha por comprender un acto que desafía toda lógica: el sacrificio divino en la Cruz. Pero la fe trasciende los límites de la razón, aceptando la paradoja de la locura de la Cruz como un misterio revelador de la naturaleza divina.
En un mundo marcado por el sufrimiento y la injusticia, la Cruz se erige como un faro de esperanza. En su aparente derrota, encontramos la promesa de redención y renovación, recordándonos que incluso en la oscuridad más profunda, la luz de la gracia divina brilla con intensidad.
La imagen del Dios crucificado nos recuerda la humanidad de lo divino. Nos muestra que el sufrimiento y la vulnerabilidad no son ajenos a la experiencia divina, sino que son parte integral de ella. En la Cruz encontramos un Dios que se identifica plenamente con nuestras debilidades y dolores. En su abrazo, la Cruz nos invita a solidarizarnos con los que sufren, nos llama a compartir el peso de la injusticia y el dolor del mundo, comprometiéndonos a trabajar por un futuro de justicia y paz.
El sacrificio en la Cruz es el mayor testimonio de amor redentor. En su muerte, encontramos vida; en su sufrimiento, encontramos sanación. La Cruz nos recuerda que el amor sacrificial tiene el poder de transformar el mundo y restaurar la plenitud de la creación.
La Cruz no es el final de la historia, sino el comienzo de una nueva creación. En la muerte y resurrección de Jesús, encontramos la promesa de vida eterna y la esperanza de un mundo renovado. La Cruz nos enseña que, incluso en los momentos más oscuros, la luz de la resurrección brilla con fuerza. Ante la locura de la Cruz no podemos quedarnos pasivos. Estamos llamados a responder con valentía y compromiso, llevando el mensaje del amor redentor a todos los rincones del mundo. La Cruz nos desafía a ser agentes de transformación y portadores de esperanza en un mundo necesitado.
El autor es Teólogo, escritor y educador.