En esta reflexión radica una gran verdad: “Para dirigir bien una casa, se necesita diligencia, asiduidad, método, una disciplina moral, previsión, prudencia, habilidad práctica”. Son palabras de Samuel Smiles (*). En consecuencia, administrar una casa es lo mismo que administrar la cosa pública, con probidad, honestidad y responsabilidad. Estos atributos honran a quienes están al servicio de la colectividad. Virtudes que deberían ser cultivadas, en particular, por quienes se dedican a la política o se enriquecen mediante ella. Aquellos comportamientos ennoblecen la praxis democrática, que caracteriza a muchas naciones.
Desgraciadamente, en nuestro caso, gobiernos de turno, desprovistos de esas cualidades, asumieron, en los últimos tiempos, el control de la Casa Grande del Pueblo, que representa el Poder político nacional. Hicieron de ella un reducto para sus actividades particulares. Desde esa “atalaya” pretendieron subyugar a quienes pensaban diferente, para imponer sus designios ideológicos. Se acabó la dictadura y la corrupción, dijeron, pero al final incurrieron en los mismos resabios, que empañaron la imagen de Bolivia, en el pasado mediato. Derrocharon dinero, sin tomar previsiones para el futuro. Se dedicaron al jolgorio electoral, para perpetuarse en el gobierno. Para construir elefantes blancos, hacer gastos insulsos u otras obras insignificantes, dilapidaron una cantidad enorme de divisas que generaba el auge gasífero. En ese marco surgieron los nuevos ricos, para desencanto de los pobres. De veras que aquellos medraron, en la época de las vacas gordas. Los más no pudieron siquiera lograr una mejor calidad de vida. Y la suerte, estuvo echada.
Otros países han tenido la suerte de elegir a gobernantes que trabajaron sin resquemores políticos, juntos y unidos, por la transformación. Echaron los cimientos de la prosperidad, a favor del bien común. Cambiaron el curso de la historia, para el bienestar de los que vienen. Priorizaron los supremos intereses nacionales y no sus intereses mezquinos. Tampoco buscaron perpetuarse en el Poder, como ciertos dictadores tan vilipendiados. Volcaron sus esfuerzos a ofrecer mejores condiciones de vida a sus congéneres. Posiblemente lo hicieron aunando voluntades, en un medio marcado por las pugnas partidarias. Lograron consensos con diálogo y sinceridad, pensando que, tarde o temprano, la vida termina, los gobiernos también. Todo es perecedero.
Pero acá los gobernantes de turno hicieron todo lo contrario. Pretendieron, en reiteradas ocasiones y por medios fraudulentos, aferrarse del Poder. Posiblemente cumpliendo, al pie de la letra, los libretos que les enviaban, quienes reiteraron actitudes autoritarias, en desmedro de la libertad, principio universal que emergió en 1789.
En suma: aún podemos optar por elegir gobernantes responsables ante la historia y los hombres, en democracia.
(*) Samuel Smiles: “La vida y el trabajo”. Tip. El anuario de la exportación, Barcelona – España, 1900. Pág. 23.