En esta era digital, el poder de opinión ha experimentado una transformación notable. Los “influencers”, una categoría de personas que se han hecho populares principalmente a través de redes sociales, han adquirido un poder comparable, o incluso superior, al de celebridades tradicionales como actores, políticos y músicos. Este poder proviene en gran medida del algoritmo y la información que manejan, información que los usuarios proporcionan, “voluntariamente obligados”, al interactuar en estas plataformas. Sin embargo, este fenómeno plantea una cuestión alarmante: ¿qué sucede cuando este poder de opinión recae en individuos sin una formación intelectual adecuada y con comportamientos moralmente cuestionables?
Este nuevo paradigma del poder no solo ha cambiado la idea de quién tiene más influencia en la sociedad, sino también cómo se ejerce esta influencia. Anteriormente, las estrategias de marketing buscaban saturar a la audiencia con anuncios y mensajes para moldear la percepción pública, vendiendo sucedáneos de felicidad. En contraste, el algoritmo actual permite una publicidad altamente personalizada, dirigida con precisión a grupos específicos basándose en datos psicológicos, sociales e incluso ideológicos. Esto implica un nivel de manipulación profunda y efectiva, ya que se adapta a las vulnerabilidades y preferencias individuales de cada usuario.
La fácil accesibilidad a las plataformas digitales ha democratizado la voz pública, permitiendo que cualquier persona con acceso a internet pueda convertirse en un “opinador”, para luego pasar a ser, lo que se denomina, un influencer. Sin embargo, esta democratización también ha llevado a la proliferación de voces que carecen de la formación intelectual, mínimamente necesaria, para ofrecer opiniones fundamentadas y responsables. Muchas de estas figuras obtienen seguidores no por la calidad de su contenido, sino por su capacidad de captar la atención a través de estrategias sensacionalistas y polémicas.
El problema se agrava cuando estos influencers demuestran un comportamiento moralmente cuestionable. Sin una base ética sólida, las opiniones y consejos que estos individuos difunden pueden ser perjudiciales. Casos de desinformación, promoción de productos nocivos y comportamientos irresponsables son comunes. Los seguidores, a menudo jóvenes impresionables, pueden verse afectados negativamente, imitando actitudes y comportamientos sin cuestionar su validez intelectual o su carácter moral.
El algoritmo, que ahora juega un papel central en la distribución de contenido, no discrimina entre lo moralmente correcto o incorrecto, ni entre lo intelectualmente valioso o banal. Su objetivo es maximizar el tiempo de interacción del usuario; lo que a menudo se traduce en la promoción de contenido que genera controversia o sensacionalismo.
Es imperativo que como sociedad comencemos a valorar más el contenido de calidad, basado en el conocimiento, el pensamiento crítico y la ética, por encima del contenido meramente entretenido o sensacionalista. Promover la educación mediática es una herramienta fundamental para empoderar a los usuarios, permitiéndoles distinguir entre fuentes fiables y no fiables, y fomentar un consumo de información más saludable y crítico.
En conclusión, el poder de opinión en manos de personas sin formación intelectual válida y con comportamientos morales reprochables representa un peligro significativo en nuestra sociedad actual. El algoritmo y la dinámica de las redes sociales han amplificado este problema, creando un entorno donde la desinformación y la irresponsabilidad pueden proliferar fácilmente. Es crucial que empecemos a tomar medidas para contrarrestar esta tendencia: promoviendo la educación, la ética y la filosofía como construcción del pensamiento crítico y la regulación adecuada para garantizar que el poder de influencia se utilice de manera responsable y constructiva.
El autor es teólogo, escritor y educador.