domingo, junio 30, 2024
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Cleptocracia en Bolivia: lucro privado en deterioro público

Miguel Ángel Amonzabel Gonzales

En Bolivia, la lucha contra la corrupción ha sido una batalla constante marcada por la impunidad y la desconfianza en las instituciones públicas. A pesar de los esfuerzos esporádicos por parte de diferentes administraciones para combatir este flagelo, los resultados han sido desalentadores para los ciudadanos bolivianos, quienes ven cómo las denuncias con pruebas contundentes no alcanzan resultados efectivos.

La corrupción se ha vuelto tan común en las esferas públicas bolivianas que ha llegado a ser normalizada por la población. Este fenómeno no solo perpetúa el ciclo de corrupción, sino que también desalienta a los ciudadanos a denunciar, debido al temor a represalias. La falta de consecuencias significativas para los culpables crea un ambiente donde la impunidad se considera asegurada, fomentando así nuevos actos corruptos entre aquellos que buscan aprovecharse del sistema.

En Bolivia la justicia parece no haber evolucionado o cambiado favorablemente casi nada a dos siglos de la independencia. Durante la época colonial española, la administración de justicia reflejaba un sistema profundamente sesgado y discriminatorio. Los tribunales coloniales operaban bajo un marco legal que favorecía a los colonizadores y discriminaba en parte a los criollos, totalmente a los indígenas y esclavos africanos. Los jueces y funcionarios judiciales, frecuentemente designados por conexiones políticas o familiares, carecían a menudo de la capacitación necesaria y mostraban una falta de imparcialidad evidente. Esta falta de equidad se traducía en decisiones que perpetuaban la opresión y el abuso, contribuyendo a mantener el dominio colonial a través de la intimidación legal y el uso selectivo de la fuerza. En la época republicana la situación no cambió demasiado, el Poder Judicial se sometió y se somete al Poder Ejecutivo o al poder económico.

El término «cleptocracia», acuñado por Cicerón, describe de manera precisa la realidad boliviana, donde el enriquecimiento personal de los líderes prevalece sobre el bienestar común. Las licitaciones públicas, lejos de ser procesos transparentes y competitivos, están marcadas por la manipulación y el favoritismo hacia allegados políticos o empresariales. Esta práctica no solo desvía recursos públicos, sino que también perpetúa un sistema de corrupción estructural difícil de erradicar.

En el ámbito político, existe un cínico refrán que dice: «Si se va a robar, hay que robar mucho para poder pagar a la Fiscalía y al Poder Judicial». Esta amarga observación refleja una realidad donde la corrupción y la impunidad son frecuentes. La idea subyacente es que quienes cometen delitos menores, al no disponer de los recursos necesarios para sobornar a las autoridades, son los que realmente enfrentan el peso de la ley. En contraste, aquellos que perpetran grandes actos de corrupción pueden usar su botín para asegurarse la protección de un sistema judicial corrupto. Así, no es el acto delictivo en sí mismo lo que determina la severidad del castigo, sino la capacidad de los culpables para manejar y manipular el sistema a su favor.

La aplicación de los sistemas de control público es prácticamente inexistente. Las oficinas de auditoría interna de las instituciones públicas, tanto en las universidades públicas, los gobiernos subnacionales como en el gobierno central, son designadas por sus máximas autoridades. En otras palabras, un alcalde municipal de cualquier municipio del país tiene la facultad de nombrar a su director de auditoría y al personal de auditoría. Esta situación plantea una seria duda sobre la efectividad del control y seguimiento de las actividades públicas: ¿se llevará a cabo un control real y riguroso, o se buscará encubrir y mejorar la apariencia de las irregularidades para que los actos ilícitos no sean detectados?

La Contraloría General del Estado, antes reconocida como una autoridad de control externo respetada y temida por los políticos corruptos, ha visto considerablemente reducida su credibilidad. En la actualidad, ya no infunde el mismo temor, ya que muchas de las designaciones se hacen en función de la afinidad política con el gobierno de turno o por vínculos familiares. Como resultado, gran parte del personal se siente comprometido por su nombramiento y esto afecta su capacidad para ejercer un control efectivo. Además, carece de la capacitación necesaria para llevar a cabo una supervisión rigurosa del patrimonio estatal, que pertenece al pueblo boliviano.

El anuncio de legisladores y políticos sobre las elecciones judiciales, presentado como una mejora para la justicia, es engañoso. En realidad, las elecciones judiciales han destruido la poca institucionalidad que se había logrado construir en el Poder Judicial. Estas elecciones dependen de dos factores cruciales para ganar: el apoyo político de grupos o partidos, que lo ofrecerán a cambio de favores futuros si una autoridad judicial es elegida, y el factor económico, ya que un profesional individual no puede solventar una campaña electoral a nivel departamental o nacional sin financiadores. Estos financiadores podrían ser personas con intereses en futuros fallos judiciales, incluidos delincuentes y narcotraficantes.

Para Bolivia, el desafío de erradicar la corrupción y restaurar la confianza en sus instituciones públicas es monumental, pero no imposible. Requiere un compromiso integral desde la sociedad civil, los pocos medios de comunicación independientes, reformas legislativas y una verdadera voluntad política de cambiar este camino al precipicio al cual se dirige el país. Solo con un esfuerzo colectivo y sostenido se puede aspirar a un futuro donde la justicia y la igualdad prevalezcan sobre la corrupción y la impunidad.

La corrupción arraigada en Bolivia se puede decir que es parte de la cultura boliviana, es más que un problema administrativo; es una crisis moral y estructural que amenaza la estabilidad y el progreso del país. Superar esta crisis requiere más que palabras y promesas vacías; necesita acciones firmes, transparencia real y un compromiso inquebrantable con la rendición de cuentas. Solo así podrá Bolivia avanzar hacia un futuro donde todos sus ciudadanos puedan prosperar bajo un gobierno justo y honesto, libre de la sombra de la corrupción y la impunidad.

 

El autor es Investigador y analista económico.

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