No es raro (pero tampoco razonable) creer, como con frecuencia ocurre, que las enfermedades —sobre todo las que comprometen la propia vida— son sucesos para verlos desde el balcón y que, en consecuencia, uno mismo —o su entorno afectivo más íntimo— es inmune a ellos.
Pero es inevitable que en algún momento de la vida el infortunio nos llegue a todos, pues la enfermedad no hace distinción de buenos y malos o de condición económica o social ni siquiera de edades; siempre son presa de ellos viejos e imberbes, sobre todo en este siglo en que nuestros hábitos de alimentación son indiferentes respecto a la amplia información que los recursos tecnológicos nos ofrecen acerca de las rutinas que nuestra vida debe adoptar como estilo. La irreprimible ambición del hombre por averiguar nuevo conocimiento y nuevos remedios y crear virus mortales también es cómplice de que nuestra salud y la propia muerte, paradojalmente, estén acechando cada vez con más frecuencia.
Cuando la enfermedad se instala en el hogar, la dinámica familiar se modifica porque las actividades cambian, se impone una nueva costumbre —como sucedió con la aparición del covid-19—, y entonces esos sentimientos aprisionados por la conformidad de la quietud con que las almas suelen vivir cuando no hay experiencias dolorosas, salen a la superficie y cada miembro hace lo suyo: unos aportan con lo material, otros brindan servicio y nunca falta alguno que sabe de atenuar el dolor, aunque sea con medidas básicas; el caso es que entre todos han de prestar al enfermo una atención de calidad, pero sobre todo amorosa y de calidez; sin olvidar que tarde o temprano estaremos pasando por el mismo trance del ser amado, no ignoremos sus lamentos y hagamos que cada gemido de dolor sea el aviso de que tú eres quien puede, aunque sea con solo una caricia, paliar su sufrimiento.
No es fácil, nunca lo será, pero aceptar la enfermedad nuestra o de algún familiar requiere un altísimo grado de confianza y fe en Dios, por lo que debemos abandonarnos a las manos amorosas de Jesús. Quizás él quiere cosechar frutos de conversión, unidad, humildad y arrepentimiento; que nos despojemos de toda señal de orgullo, pleitos y diferencias, que ante los ojos divinos son las formas insustituibles de alejarse del Reino.
Ya se nota el direccionamiento espiritual de la presente nota, porque como creyente pertenezco a la Iglesia fundada por Jesucristo, pero adolezco de debilidades que cuando menos son decepcionantes para el Dios creador de la vida. Y es cierto, el trauma no solo puede afligir el espíritu herido; ¿pero ¿cómo levantar a un espíritu deprimido? (Pr., 18:14). Pero el que una familia supere las enfermedades, graves o no, depende en gran medida de la actitud de sus componentes, es decir de su espíritu. Es frecuente que, como consecuencia de la debilidad del cuerpo, se asocie lo que es la flojedad de la mente, cuyo esfuerzo del paciente por hacerse entender a veces no nos permite comprender su agonía y frustración. Hay que ponerse en lugar suyo, pero no se puede perder la fortaleza de espíritu. Ahí tenemos el ejemplo valiente, de aguante paciente de Job, porque el resultado que al final Dios dio fue misericordioso y muy tierno en cariño porque la disposición valerosa del enfermo ayuda también a la actitud positiva de la familia.
Como nadie conoce la realidad de las cargas ajenas, siempre resulta un error comparar las circunstancias que con la enfermedad se emparejan con las familias que no soportan el suplicio de un enfermo, y mucho menos pensar que su vida es más fácil comparada con nuestra situación que no es —según nuestra parcial percepción— justa. Jesús da un inmejorable consuelo: “Vengan a mí los que vengan cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré” (Mt., 11: 29).
Dios siempre nos da motivos de consuelo, y si nuestras prácticas espirituales son las que la Palabra nos enseña, las enfermedades no estarán siempre con nosotros. El profeta Isaías habló del tiempo en el que no había enfermedad (Is., 33: 24). No hay que dudar, la ley de Dios es perfecta, si no lo fuera, no haría volver el alma, como las vuelve cuando estamos en comunión perfecta con el dueño de la vida.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.