Hace cinco años, Bolivia vivía una intensa campaña electoral entre el Movimiento al Socialismo y Comunidad Ciudadana (y otros partidos más de menor relevancia). Fue la campaña electoral más larga de la historia de Bolivia, ya que el país se había electoralizado prematuramente en enero de 2019 (o tal vez incluso a fines de 2018) con motivo de las elecciones primarias. Las elecciones generales de octubre de 2019, como todos sabemos, resultaron fallidas por los sucesos que se registraron a partir del cese del conteo rápido, así que todo ello devino que, luego de las fiestas de fin de año, el ruedo proselitista entre los partidos se retomara inmediatamente, hasta las nuevas elecciones de octubre de 2020, en las que el MAS venció con el 56 por ciento de los votos. Fueron más de 20 meses, casi dos años, de una campaña electoral reñida, tensa y desgastante.
Como documenta la historiadora española Marta Irurozqui en su libro ‘A bala, piedra y palo’: La construcción de la ciudadanía política en Bolivia, 1826-1952, la práctica del fraude ha sido una constante en la historia electoral de Bolivia, algo así como una cultura casi institucionalizada; pero no menos constante o habitual fue el impulso de desestabilizar gobiernos constitucionales o de dar golpes de Estado. El caso de 2019 es particular y, a mi modo de ver —y como lo he dicho ya varias veces de manera pública—, extremadamente complicado de analizar. Objetivamente, había por un lado un gobierno autoritario y corrupto, cuya gestión desde 2014 podía ser interpretada como inconstitucional, y por otro lado fuerzas liberal-conservadoras de cuño republicano (entendido este último adjetivo como “viejo régimen”) que tampoco parecían ser muy propensas a entender o practicar una democracia moderna. El caso es que ambos grupos colisionaron, y unos trataron de dar a entender que se estaba dando un golpe de Estado y otros de convencer de que lo que estaba ocurriendo era una revolución ciudadana, pero sin entender casi nadie que la línea divisoria que hay entre lo que es un golpe y lo que es una revolución, politológicamente hablando, es difusa o, mejor aún, que bien podrían haber ocurrido los dos fenómenos de manera simultánea.
Hoy el escenario es muy diferente: por un lado, los caudillos con mayores chances de ganar en aquel 2019 están ya más desgastados; por otro, el partido oficialista se ha fragmentado y, aunque en política todo puede ocurrir, no parece tener esperanzas de reconciliación. A todo ello, hay que añadir la crisis económica, que no estaba a la vista hace cinco años (al menos no para los legos en economía), ya que la vaca de la bonanza malversada todavía daba de comer a todos. Lo que en la actualidad parece seguir intacto es el carácter autoritario y conservador de la sociedad y los partidos. En este aspecto, no hubo ninguna transformación, y esto se debe a que la educación sigue siendo tradicional y provecta. El MAS, con decenas de casos de corrupción en sus espaldas, parece ya estar agotado, y los caudillos opositores (muchos de estos reciclados de viejos partidos del neoliberalismo de los años 90 y principios de los 2000) no parecen haber trabajado ni en partidos bien organizados ni en propuestas serias, integrales y de largo aliento en estos cinco años. En el último tiempo, se han articulado —sobre todo en el oriente— grupos autodenominados liberales, que más parecen ser académicos que políticos; por ende, no participarán, al menos no por lo pronto, en política.
Así, se tiene un escenario muy diferente que el de 2019-2020, el cual sobre todo demanda una nueva política económica, una que permita crear empleos, reducir los impuestos y la llegada de la divisa estadounidense. Pero hasta el momento no existen nuevas personas que puedan entrar en acción (o los viejos caudillos no dejan que los nuevos los sustituyan) ni, lo que es peor, nuevas ideas o visiones de país. Este fenómeno es propio del caudillismo. Cuando se es caudillo, no se tiene interés en fomentar nuevos cuadros, nuevos liderazgos o nuevos horizontes ideológicos; lo que se quieres es ejercer el poder hasta que el físico no dé más. Así pasó en el Siglo XIX configuras como Santa Cruz y en el XX con figuras como Saavedra, Paz Estenssoro o Banzer, entre muchas otras. Hace poco, Biden, más allá de que guste o no como presidente o político, dio un ejemplo de cómo se puede quebrar la cultura del caudillismo, bajándose de la carrera electoral y proponiendo la figura de una nueva persona para que lo suceda. Pero se necesita madurez, inteligencia y desprendimiento para hacer eso, tres virtudes que escasean entre los políticos bolivianos.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social.