A fin de cuentas, luego de tantos años, ha quedado suficientemente demostrado que Nicolás Maduro no es una buena persona, que es un hombre infectado de odio y resentimiento. Y sabemos que nada existe peor que los resentidos cuando se trata de ejercer poder. Lo hemos visto en la historia y más cercanamente en Bolivia, con Evo Morales como ejemplo. El rencor hacia la sociedad sucede a menudo y no siempre en un individuo, sino que, muchas veces, en grupos humanos, en regiones enteras que se consideran maltratadas o despreciadas.
No vamos a hacer un recuento de todas las fechorías que Maduro ha provocado a sus compatriotas ni de la sangre derramada, porque eso está en todos los medios informativos. Con solo observar parte de lo acontecido en las elecciones presidenciales del domingo pasado, es suficiente como para que la opinión general se dé cuenta que Venezuela está en manos de un paranoico. Que está siendo gobernada desde hace un cuarto de siglo por dos sujetos que padecieron –lo padece el actual– de una dudosa capacidad de discernimiento. Porque Maduro es la fiel herencia de Hugo Chávez; el “hijo” de Chávez le llaman sus partidarios para halagarlo, y, esta vez, más allá del adulo, los zalameros aciertan. Por algo, el militar de Barinas, con aires napoleónicos y bolivarianos, lo impuso en el poder cuando sintió que el cáncer ya le tenía contados sus días de vida.
El problema de Maduro es el de muchos dictadores o autócratas, que, en vez de gobernar con verdaderos colaboradores, lo hace con sirvientes de absoluta obediencia. Si el mandatario es un ignorante total en temas de Estado como es Maduro –lo es Morales también– la falta de consejo hace que su cerebro, lleno de recovecos y cables pelados, provoque hacer lo que estamos mirando hoy y lo que viene realizando desde hace años. No es la primera vez que Maduro hace fraude, pero este es el peor de todos, es el más estúpido, por flagrante y principalmente por los muertos.
Interrumpir el recuento de votos durante horas por conveniencias inconfesables y que aparezca Maduro, súbitamente, como victorioso, cuando Venezuela y el mundo entero festejaban felices y confiados el triunfo de la heroína Corina Machado y del candidato Edmundo Gonzáles, es una grosería. Esto es muy similar al fraude que provocó Evo Morales en 2019 y que ha producido la penosa situación que vivimos. Anunciar cifras definitivas en la madrugada cuando no se ha procedido al recuento total de los votos, es inaceptable. Y que el Consejo Nacional Electoral (CNE) proclame, a las pocas horas, al candidato tramposo, como presidente para un nuevo período constitucional, es algo sin nombre.
Si a eso se suma la prohibición de que ingresen veedores internacionales; si deteniendo vuelos comerciales se impide la presencia en Caracas de ex presidentes invitados por la oposición o parlamentarios europeos; si se pone trabas a periodistas que pueden no ser de la confianza plena del dictador; si no pueden asistir a los comicios representantes de la OEA y la Unión Europea, está todo cantado. Para concluir, si las actas electorales no se han hecho públicas y no se puede verificar lo afirmado por el CNE, no existe base alguna para que se dé crédito a ese irrisorio anuncio.
Sin embargo, lo que no cabe en la mente de quienes están observando la situación venezolana, es el descontrol diplomático de Maduro, su ira contra quienes ponen en duda su triunfo electoral y su honestidad. Esa rabia de Maduro señala claramente su frustración y su descontrol, lo que nos lleva a ratificar lo que decíamos líneas arriba, que su caletre está enredado, que se le han cruzado los cables a extremos peligrosos. Hitler, encuevado en su bunker en Berlín, alucinando con fantasías de sobrevivencia, tal vez podría comparársele, aunque el líder alemán, en una situación final, no vestía como payaso ni bailaba cumbia. Esperaba la muerte por haber liquidado a su pueblo y por haber asesinado a millones de personas inocentes y se ejecutó él mismo. Maduro está contento o finge estarlo, porque, claro, si todo va mal por ahí puede irse con mucho dinero a las islas griegas o polinesias.
El dictador ha expulsado de Venezuela a los representantes diplomáticos de siete o más países y ha ordenado regresar a los propios. Ha insultado al presidente argentino con un lenguaje soez, barriobajero, típico de él. Sus vecinos poderosos como Brasil y Colombia siguen la situación política venezolana con cautela, pese a la afinidad ideológica que tienen. En el fondo las potencias mundiales de China, Rusia e Irán, son las que lo han reconocido porque lo ven como un importante aliado en América Latina. Bolivia, siempre siguiendo con su diplomacia masista de taberna, ha sido el único país sudamericano que se adelantó a felicitar al tramposo. Muy mala señal.
La agonía del dictador
Manfredo Kempff Suárez
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