martes, agosto 27, 2024
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Los “valores” en la educación

Eduardo Campos V.

No esperen que sus hijos hagan lo que ustedes no están dispuestos a hacer.

 

Gran parte de los diagnósticos referidos al comportamiento de niños y adolescentes en la actualidad, concluye señalando que las nuevas generaciones no tienen los valores de las generaciones anteriores. Asimismo, es reiterada la preocupación de padres de familia, profesores, pedagogos e incluso políticos –cuando hablan de reformas de la educación– por insistir en la “formación en valores” como la principal carencia de estos tiempos. En general, todo lo malo que sucede –no sólo en el ámbito educativo– casi siempre acaba justificándose por esa “falta de valores” que aparentemente están en proceso de extinción.

Lo que pasa es que cada vez que el Estado y la sociedad detectan problemas sociales sobre los cuales no se quiere asumir responsabilidades, se encarga de una manera casi automática que la escuela se ocupe de ellos, para que los niños y jóvenes transformen la sociedad cuando ellos sean adultos, mientras las cosas se mantienen como están.

Así la educación en valores se convierte en una fórmula mágica que, introducida en la currícula escolar, tiene la obligación de revertir ese escenario de dis-valores que imperan en nuestros tiempos. Se trata de uno de los tantos encargos –irrealizables– que el Estado le hace a la escuela. Entre ellos, la recuperación de la identidad, la educación cívica, la educación vial, la educación para el trabajo, la educación productiva, la prevención al consumo de alcohol y drogas, los embarazos precoces, etc. En estos últimos tiempos, estos “encargos” incluyen la educación anticolonial, anti imperialista, anti globalización y otras. La realidad se encarga de decirnos que muy poco o casi nada de eso se cumple y, por el contrario, son cada vez más los embarazos precoces, el consumo juvenil de tabaco, alcohol y drogas, aumenta la delincuencia, la violencia juvenil, los engaños, los robos y, por supuesto, el desempleo y la marginalidad.

Es evidente que la educación es incapaz de hacer con los menores y jóvenes lo que la sociedad adulta no está dispuesta a hacer consigo misma. Después de todo, los niños aprenden por imitación e identificación de los adultos, entre los cuales los principales actores en este tema resultan los padres, los profesores, las autoridades, los líderes de opinión y los medios masivos. Si la familia en términos generales está cada vez más disociada; los profesores peor formados y con poco interés docente; las autoridades irresponsables, cuando no incompetentes o corruptas, y si los medios de comunicación cada vez más convierten lo banal en importante, exacerbando la violencia, la sexualidad abierta, la promiscuidad y la vulgaridad, ¿en virtud de qué habrían de asimilar nuestros niños y jóvenes los valores trascendentes que reclamamos como importantes? Simplemente no tienen de quiénes asimilarlos.

Los valores, a diferencia del lenguaje, las matemáticas o idiomas, no se los puede transmitir en el sentido clásico de la enseñanza escolar. Tampoco es posible que se los “inocule” como una vacuna o una vitamina. Los valores sobre todo se los cultiva, se los aprende en la interacción cotidiana entre las personas, en todos los ámbitos. Si queremos que los jóvenes no sólo reciten de memoria ciertos contenidos valorativos, sino que más bien actúen en consecuencia, deben cultivarlos desde adentro, a partir de la imitación, identificación e interacción con las personas que viven de acuerdo con esos valores. Eso incluye la decisiva relación entre padres e hijos, profesores y alumnos, y también las que establecen los medios de comunicación con los usuarios, y los gobernantes con los gobernados.

Existe una máxima fundamental en educación, que señala: “Si todo lo que se enseña en el aula no se corrobora en la realidad, se extingue”. Esta situación es aún más evidente en el tema de los valores. Por ello tienen enorme importancia los líderes de opinión, los gobernantes, los padres y profesores, que en sus quehaceres e interacciones construyen los valores que los demás –no sólo los niños y jóvenes– harán suyos. Cuando los niños y jóvenes aprenden a engañar, a ser egoístas, a vivir al margen de la ley, pisoteando a los demás, desconociendo los valores democráticos, de equidad y justicia, se está evidenciando que han aprendido “bien” de sus mayores. En una sociedad hostil y corrupta, ser hostil y corrupto denota que hubo un buen aprendizaje, por más que no nos guste el contenido de lo que se aprendió. En educación, cuando hay un conflicto entre lo que se dice y la realidad, prevalece la realidad.

Si desde el Estado, el sistema educativo enseña el valor de la democracia, pero con sus actitudes y decisiones asume un carácter totalitario, jamás se va a lograr educar hacia la democracia. Difícilmente una actitud egoísta, mezquina y desleal puede educar hacia la solidaridad, la consecuencia y la lealtad. A falta de modelos de identificación más próximos, los gobernantes y líderes de opinión están obligados a mantener una conducta coherente con los principios democráticos para contribuir en las transformaciones que requerimos alcanzar como sociedad.

Debemos preguntarnos ¿qué estamos dispuestos a hacer los adultos (padres, profesores, gobernantes, empresarios, comunicadores, dirigentes, funcionarios y otros) para ofrecer a nuestros niños y jóvenes estímulos positivos y un ambiente donde sean practicados los valores deseados, de modo que ellos los hagan suyos por imitación e identificación? De esa respuesta depende, en gran medida, el éxito de cualquier cambio que pretenda inaugurar nuevos horizontes para la sociedad.

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