Recién recibí una invitación para participar como ponente en un congreso donde se aborda la problemática de la migración y su impacto en le educación. Ello me traslado muchos años atrás, dada mi condición de migrante, a los inicios de conocer una nueva cultura, adaptarme (lo cual lleva mucho tiempo e implica respeto, tolerancia, etc.), pero sobre todo la búsqueda de trabajo, ya que había una familia que mantener, alimentar, asumir el pago de la escuela, buscar dónde dormir, entre otras necesidades.
La carencia de profesionales de la docencia en el país donde resido, me facilitó, prácticamente en menos de una semana, dar clases en una escuela secundaria para estudiantes de séptimo grado –con la inexperiencia abismal, dado que procedía de una institución universitaria, donde impartía clases para los primeros años de la carrera, es decir alumnos con 17 a 18 años para, pasar a atender a menores, cuyas edades oscilaban entre 10 y 11 años–, pero había que comer.
Pero necesitaba buscar más trabajo, ya que la remuneración de uno solo, resultaba imposible para vivir con lo más básico. ¿La solución? Tocar puertas, establecer prioridades: comprar –mediante préstamos bancarios– una computadora (nueva, cuya capacidad de memoria era de 2 MB); una moto de 50 cc para poder llegar a los diferentes trabajos, ya que hacerlo en bus no me daba suficiente tiempo.
Llegué simultáneamente a impartir clases en cinco universidades, dos institutos (de lunes a domingo), consultorías internacionales y comenzar a escribir mis primeros libros para estudiantes de la enseñanza media y bachillerato; sencillamente era una vida de loco: mal dormía unas 4 horas diarias.
Pasaron unos siete años con este trajín, hasta que pude encontrar trabajo fijo, con un salario razonable, lo cual me permitió “bajar el gas”, en cuanto al ritmo de vida.
Entre trabajar para una institución gubernamental y posteriormente pasar al sector privado en una universidad, pasaron 16 años, donde el factor común eran el dominio de las llamadas habilidades duras, al ser directivo en el campo de la educación (estamos hablando de inicios del Siglo XXI), sin dejar de superarme constantemente con posgrados, y diplomados.
Lograr estabilidad laboral no implicaba dormir a piernas sueltas, aumentando una hora más de sueño diariamente, pues debía fortalecer lo que llamo mi escudo personal: las competencias blandas o socio emocionales, tales como dar ejemplo; puntualidad, respeto, constituir un verdadero equipo, para lograr el trabajo mancomunado, comunicación asertiva, estimular y reconocer el trabajo de mis colegas, primero de mi equipo más cercano y posteriormente extensible a toda la institución como política. No resultó sencillo, ya que fue necesario romper con esquemas y, sobre todo, evitar seguir haciendo más de los mismo (por parte de los antecesores), lo cual en su momento era un (mal) hábito.
Hasta aquí todo parecía fabuloso, pero “la historia te pasa la cuenta”, tantos años de estrés, pensar que, si tú no estabas, tu trabajo se iba a caer abajo todo, conllevó a determinadas enfermedades, como hipertensión y sus consecuencias.
¿Inmolarme? No queda dudas que una persona que es educador/a, sin menospreciar otras profesiones, donde en todas cualquiera sea su naturaleza, predomine el sentido de la responsabilidad y amor a lo que se hace, su desempeño será positivo, pero más cuando se trabaja directamente con educandos, ávidos de conocimiento, donde puedes cambiar ¡conductas!
Es difícil, realmente, cuando llega el momento de poner “el pie en el freno” de lo que has hecho prácticamente toda la vida, algo así como “apagarse”, entiéndase pasar de hipercinético a callado-taciturno-solitario, pero, en fin, la decisión final de dar el espacio a otros, lo determinarán las circunstancias de cada cual. Si yo pudiera, hubiese seguido, ¿y usted?
El autor es Licenciado en Ciencias Pedagógicas.