Si, por ejemplo, hasta 1880 eran empleados en Misión Cavinas unos 200 trabajadores, luego del descubrimiento de Heath la población llega en pocos meses a 20.000. Una ola incontenible de nuevos actores sociales penetra la selva y comienza a levantar barracas en diversos puntos estratégicos de los ríos amazónicos durante los años 1881 a 1884, quedando las regiones del Bajo Beni y el Alto Beni unidas en un único circuito extractivo que exporta la goma vía Manaos y Pará.
El control de precios, por parte de los empresarios caucheros y los dueños de los almacenes de provisiones, eliminó muchas de las ventajas esperadas, y la elevada mortalidad por causa de las enfermedades transformó la región en un pozo sin fondo, del que muy pocos podían escapar. El canto de sirena de la goma muchas veces se esfumaba rápidamente, por causas como las enfermedades crónicas de la selva o por el endeudamiento cíclico del trabajador. Nadie estaba completamente a salvo de los vaivenes de la fortuna: ni los trabajadores bolivianos ni los extranjeros.
A pesar de obstáculos naturales y ataques de los indígenas, la goma seguía siendo rentable y cuando después de semanas de ausencia un vapor volvía a subir hasta Cachuela, se solía organizar una gran borrachera. Los maquinistas ingleses y alemanes traían los bolsillos llenos de libras de oro y además una sed incontinente. Las cajas de cerveza, vino, whisky y coñac desfilaban a granel.
Un considerable comercio de esclavos se lleva a cabo en estas partes, y una muchacha fuerte y sana cuesta 50 libras esterlinas. Uno debe comprar todos sus sirvientes; son niños secuestrados, la gente los cría y cuando llegan a los 14 años los venden por precios exorbitantes. Cuando las compras ya son de tu propiedad, tienen que trabajar tan duro como uno quiere, y si no trabajan bien son golpeados terriblemente. Aun los hombres a veces reciben 50 o 100 golpes, con un palo que corta como un cuchillo, y muy a menudo quedan medio muertos después. Si intentan escapar son castigados mucho más que por cualquier otra cuestión.
Queríamos desagraviar la soledad de meses en el río. Con una libra inglesa se compraba dos y a veces sólo una botella de cerveza. Las libras de oro rodaban por cada cabaña gomera, y también por las más pobres. El precio de la goma estaba subiendo y, quien podía mostrar goma, tenía crédito y oro. Pero con la misma facilidad con la que las libras de oro llegaban rodando, también se iban.
Existen pocas publicaciones sobre los excesos ocurridos durante el auge de la goma. El mejor recuento y creador de un repudio público fue un reporte del bosque de Putumayo al norte de Iquitos. Otros reportes, eran parte del diario del mayor Fawcett, quien se encontraba en Bolivia en ese momento. El involucramiento británico demandaba una investigación británica sobre quién era responsable de esas condiciones. Los argumentos sobre dicha responsabilidad pasaron de oficina en oficina.
Los locales, los indios no eran considerados personas sino más bien animales. Los castigos y latigazos solo eran el comienzo y detrás del auge de la goma se encontraba una orgia de terror que no se había visto en Sudamérica desde la llegada de los conquistadores. Julio César Arana. hombre de negocios y comerciante de goma, nacido en Yurimaguas, Perú, al pie de los Andes eventualmente construyó una compañía de un millón de libras con base en Londres.
Es poco probable que Fawcett y Arana se hayan conocido, ya que sus credos y lugares de trabajo distaban entre sí. El emprendimiento de Arana en el lejano Putumayo se basó en el rápido dispendio de árboles. La región era rica en castillos que producían caucho; una vez recolectado, los árboles morían, y, tal vez por casualidad, la creencia de Arana en que eran desechables se extendió a los 40.000 indígenas locales, principalmente los huitotos. El Putumayo de Arana era un “río cerrado”, donde él empleaba una banda políglota de agentes y gerentes para extraer tanta fuerza de trabajo de los indígenas como podían soportar sus cuerpos. Los agentes empleaban capataces reconocibles, negros provenientes de Barbados –bien acostumbrados al calor– que, aún mejor, eran súbditos británicos. Después de todo, era una compañía británica… Para arrear a los indígenas que huían, estos agentes empleaban un ejército de muchachos adolescentes, “carabineros”, armados con rifles Winchester.